Legalismo | R.C. Sproul

Hombre, cruz, obras

El segundo error (Primero/Tercero) importante que conduce a una falsa seguridad es el legalismo, que es otra forma de referirse a las "obras de justicia". El legalismo enseña que a fin de llegar al cielo, se debe obedecer la ley de Dios y vivir una vida buena. En otras palabras, nuestras buenas obras nos llevarán al cielo. Mucha gente, con una errada comprensión de lo que Dios exige, cree que ha cumplido con los estándares que Dios ha puesto para entrar al cielo.

Una vez serví como capacitador para Explosión Evangelística, y llevaba a las personas en capacitación a la comunidad una o dos veces a la semana, hablábamos con la gente, y hacíamos las preguntas de diagnóstico. Después de eso, comparábamos las respuestas que recibíamos. El noventa por ciento de las respuestas caían en la categoría de la justicia por obras. Cuando le preguntábamos a la gente qué dirían si Dios les preguntara por qué debería él dejarlos entrar al cielo, la mayoría respondía: "He llevado una vida buena”, “di mi diezmo a la iglesia", "trabajé con los Boy Scouts", o algo por el estilo. Su confianza se apoyaba en algún tipo de récord de desempeño que habían alcanzado. Desafortunadamente, las obras de una persona son una falsa base para la seguridad. La Escritura deja muy claro que nadie es justificado por las obras de la ley (Romanos 3:20; Gálatas 3:11).

Quizá la persona que mejor encarnó esta falsa comprensión de la salvación fuera el joven dirigente rico que se encontró con Jesús durante su ministerio en la tierra (Lucas 18:18-30). Como recordarás, cuando el hombre rico vino a Jesús, de sus labios estilaban los halagos. Él dijo: "Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?". Le estaba preguntando a Jesús qué se requería para la salvación.

Antes de responder la pregunta por los requisitos para la salvación, Jesús abordó el halago: "¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie que sea bueno, sino sólo Dios" (v. 19). Algunos críticos sostienen que, en virtud de esta respuesta, Jesús estaba negando su bondad y su deidad. No: Jesús sabía muy bien que este hombre no tenía idea acerca de la persona a la que le hablaba. Este hombre no sabía quién era Jesús. No sabía que le estaba haciendo una pregunta al Dios encarnado. Lo único que sabía el joven dirigente rico era que estaba hablando con un rabi itinerante, y quería una respuesta para una pregunta teológica. Pero la identidad de Jesús era central para la respuesta: Así que Jesús dijo: "¿Por qué me llamas bueno? ¿No has leído el Salmo 14:3: Todos se han desviado; todos a una se han corrompido. No hay nadie que haga el bien; ¡ni siquiera hay uno solo!"? Nadie es bueno, excepto Dios mismo".

¿Suena absurdo? Después de todo, vemos personas no creyentes que hacen el bien todo el tiempo. Todo depende de lo que entendamos por "bueno". El estándar bíblico de bondad es la justicia de Dios, y nosotros somos juzgados tanto por nuestra conformidad conductual con la ley de Dios como por nuestra motivación interna o deseo de obedecer la ley de Dios.

Yo veo personas en todos lados que no son creyentes pero practican lo que Juan Calvino llamaba "virtud cívica"; es decir, hacen cosas buenas en la sociedad. Donan su dinero a buenas causas, ayudan a los pobres, y a veces incluso se sacrifican por los demás. Ellos hacen todo tipo de cosas extraordinarias a nivel horizontal (es decir, hacia las demás personas), pero nada de esto lo hacen porque su corazón tenga un amor puro y pleno por Dios. Puede que esté involucrado lo que Jonathan Edwards llamó "interés personal ilustrado", pero sigue siendo interés personal. Una vez escuché la historia de un trágico incendio. Un edificio quedó envuelto en llamas, y había prisa por rescatar a las personas en medio del fuego. Los bomberos entraron y sacaron tanta gente como pudieron, pero pronto se volvió demasiado peligroso entrar al edificio. Entonces se dieron cuenta de que había un niño atrapado en el interior, y de la multitud de espectadores, un hombre, ignorando el peligro, corrió hacia el edificio mientras todos en la calle lo aclamaban. Algunos momentos después, volvió sano y salvo con un bulto en los brazos. La gente siguió vitoreando, pensando que había rescatado al niño. Pero luego se dieron cuenta de que había sacado los ahorros de su vida y había dejado morir al niño.

Yo creo que sí es posible que un incrédulo corra hacia un edificio a salvar a un niño, quizá incluso al costo de su vida. Esa es una virtud cívica motivada por la preocupación natural que tenemos por los demás. Pero tal virtud externa no es suficiente. Cuando Dios mira una acción humana, pregunta: "¿Esta obra procede de un corazón que me ama totalmente?" Recuerda los mandatos de Jesús: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo" (Lucas 10:27). Por lo tanto, si alguien obedece la ley exteriormente, mientras su corazón no está plenamente entregado a Dios, entonces la virtud de esa persona se ha manchado. Es por eso que Agustín dijo que aun nuestras mejores virtudes no son más que vicios espléndidos. En tanto que estemos en este cuerpo de carne, el pecado manchará todo lo que hagamos. Eso es lo que el joven rico no entendía. Él pensaba que había alcanzado el estándar.

Pablo advierte en el Nuevo Testamento que aquellos que se juzgan a sí mismos por sus propios criterios no son sabios (1 Corintios 10:12). Podemos mirarnos unos a otros nuestros desempeños y pensar que si nos abstenemos del adulterio, el homicidio, el fraude, o algún otro pecado atroz, entonces lo estamos haciendo bien. Dado que siempre podemos encontrar personas más pecadoras que nosotros, sería fácil concluir que lo estamos haciendo bastante bien.

Tal era la mentalidad del joven dirigente rico que vino a Jesús. Él pensaba que Jesús era un hombre bueno. Pero Jesús lo detuvo en seco y le recordó la ley: "Conoces los mandamientos: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre" (v. 20). Eso motivó al hombre a revelar su comprensión superficial de la ley. Él dijo: "Todo esto lo he cumplido desde mi juventud" (v. 21). En otras palabras, estaba diciendo que había cumplido los Diez Mandamientos toda su vida.

Jesús podría haberle dicho: "Bueno, parece que tú no estabas en el Sermón del Monte cuando expliqué las implicaciones más profundas de estas leyes. Te perdiste esa cátedra". O simplemente podría haberle dicho al hombre: "No has cumplido ninguno de estos mandamientos desde que te levantaste esta mañana". En lugar de ello, Jesús usó un bello método pedagógico para enseñarle su error a este hombre. Le dijo: "Aún te falta una cosa: vende todo lo que tienes, y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después de eso, ven y sígueme" (v. 22).

En este punto, Jesús no estaba enseñando una nueva forma de salvación. No estaba diciendo que podamos ser salvos donando nuestros bienes a los pobres. Tampoco estaba estableciendo un mandato universal para que las personas se deshagan de toda su propiedad privada. Jesús estaba tratando con este hombre en particular, un hombre rico cuyo corazón había sido capturado completamente por su riqueza. Su dinero era su dios, su ídolo. En esencia, Jesús le dijo: "Así que tú has cumplido los Diez Mandamientos. Muy bien, revisemos el número uno: 'No tendrás dioses ajenos delante de mí' [Éxodo 20:3]. Ve y vende todo lo que tienes". Después de eso, el hombre que solo un momento antes había sido tan entusiasta comenzó a mover la cabeza. Se alejó triste, porque tenía muchas posesiones (v. 23).

Todo ese encuentro se trató de la bondad. ¿Tenemos suficiente bondad - suficiente justicia para satisfacer las exigencias de un Dios santo? Cada página del Nuevo Testamento habla de la verdad de que toda nuestra justicia es como trapos de inmundicia (Isaías 64:6). La persona que confía en su justicia para ser salva tiene una falsa seguridad. No podemos hacer lo suficiente para ser salvos. Somos siervos inútiles (Lucas 17:10).



Referencia Bibliográfica
Extraído del libro "¿Puedo estar seguro que soy salvo? – PREGUNTAS CRUCIALES –" del Dr. R.C. Sproul 

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