La persona de Jesucristo - Lección 1 - Cristología

La persona de Jesucristo - Cristología

1. Jesucristo, modelo de hombre.

Nada mejor que la lectura atenta de Heb. 2:5ss. Para percatarnos de que Jesucristo es el Hombre con mayúscula, el hombre ideal, contrapartida del Adán caído. Citando el Salmo 8:4-6, el autor sagrado nos presenta al hombre conforme salió de las manos del Creador: inferior a los ángeles por naturaleza, fue coronado de gloria, al estar destinado a sojuzgar la tierra y señorear sobre el Universo creado, como un virrey (V. Gen. 1:28). Por el pecado, el hombre quedó alienado, un ser extraño en un clima que ya no era el que le pertenecía; por su causa, la tierra fue maldita y se le tornó seca e inhóspita. Esta condición no cambia durante esta vida, aunque el pecador se convierta a Dios, puesto que aguardamos todavía la redención de nuestro cuerpo. La creación entera gime con dolores de parto, esperando la manifestación gloriosa de los hijos de Dios (V. Rom. 8:19-24).

Es dentro de esta perspectiva, y en contraste con el versículo anterior, donde Heb. 2:9ss. Sitúa la condición gloriosa y la obra perfecta de Jesucristo, Jesús es el «Postrer Adán», no el segundo de una serie, sino la réplica, única y final, del «Primer Adán» (1 Cor. 15:45). En el primero recibimos la muerte; en el segundo, la vida (vers. 22). Por eso, "así como hemos traído la imagen del terrenal, traeremos también la imagen del celestial" (vers. 49). Aquel que es el reflector de la gloria del Padre y la perfecta imagen acuñada de su persona (Heb. 1:3), tomó la forma de siervo, hecho hombre a semejanza de nosotros (Flp. 2:7-8; Heb. 2:11-17), para que, gracias al derramamiento de su sangre en el Calvario, nosotros pudiésemos llegar a ser partícipes de la naturaleza divina» (2 Ped. 1:4), ya que fuimos predestinados a ser hechos «conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rom. 8:29).

Nuestro parecido con el Hijo del Hombre será manifiesto cuando le veremos «tal como él es» (1 Jn. 3:2). En esta gloria radica nuestro privilegio de creyentes, pero también nuestra responsabilidad. Comentando 2 Ped. 1:4, dice León I, obispo de Roma: "Date cuenta, oh cristiano, de tu dignidad; y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas, con una conducta indigna de tu rango, a la vileza de tu condición anterior".

2. Al hombre se le entiende a partir de Jesucristo

Durante muchos siglos se ha pensado que el método correcto de estudiar a Cristo como hombre era analizar la naturaleza humana «integra» y atribuir a Jesucristo todas las cualidades que pertenecen a un ser humano, excepto el pecado. Sin embargo, este método adolece del grave defecto de falsa inducción, ya que, a partir del hombre actual, caído de su condición original, no podemos barruntar el talante existencial de un ser humano totalmente inocente, «que no conoció pecado» (2 Cor. 5:21, comp. con Jn. 8:46). El método correcto procede, pues, a la inversa: investigar, a través de la Palabra de Dios, el comportamiento de Jesucristo como Hombre con mayúscula, el Hombre por excelencia, y ver en todo ser humano una imagen de Cristo, deteriorada tempranamente por el pecado original, pero rescatada por la obra de la Cruz, para que, mediante la recepción del Verbo de vida (1 Jn. 1:1) y del poder del Espíritu, el hombre pueda recuperar su primitiva grandeza.

Además, es Jesucristo el perfecto y definitivo revelador de los misterios de Dios (Heb. 1:1). Por tanto, nos revela también, de parte de Dios, el misterio del hombre. Del hombre que, como todas las cosas, fue creado por medio del Verbo (Jn. 1:3; Col. 1:16), y que, a diferencia de todas las demás cosas, fue hecho a imagen y semejanza del Dios Trino o tripersonal. Como ser personal, capaz de pensar y de expresar en palabras sus conceptos, el hombre es imagen del Verbo de Dios, de la Palabra personal en la que Dios expresa, desde la eternidad, cuanto Él es, cuanto sabe, cuanto quiere y cuanto hace (Jn. 1:18: 14:6; Col. 2:9).

3. Jesucristo Hombre, la respuesta a los problemas del hombre.

Por el pecado se ha producido una tremenda distancia moral entre el hombre pecador y el Dios tres veces santo, es decir, santísimo. Dios siempre permanece el mismo, pero nuestras iniquidades han cavado un foso que ningún ser creado puede rellenar: "He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír: pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oir" (Is. 59:1-2). En vano nos habríamos esforzado, con obras buenas, con méritos, con súplicas, con lágrimas o con sacrificios, por tender un puente que nos recondujese al Dios ofendido.

Nuestros gritos de angustia habrían resonado en el vacío. Fue Dios quien tendió ese puente, enviando a su único Hijo al mundo para hacerse hombre y morir en la Cruz por nuestros pecados, para ser nuestro «pontífice» (el que hace de puente), nuestro Mediador y nuestro sustituto (Jn. 3:16; 2 Cor. 5:21; 1 Tim. 2:5; Heb. 2:10, 14-15; 5:5- 10; 7:21-28; 9:28; 10:12, etc.).

La provisión del pacto de gracia en favor de los hombres perdidos pasa por el Calvario. En Cristo se opera allí nuestra reconciliación con Dios (2 Cor. 5:19) y. satisfecha la santidad de Dios, su amor puede ya derramarse desbordante sobre nuestros corazones (Rom. 5:5). Ahora bien, la obra de nuestra salvación afecta al hombre entero, porque comporta la liberación de todas las esclavitudes del ser humano (Is. 61:1-5). De ahí que Jesús, y su Evangelio, sean la única solución satisfactoria para todos los problemas del hombre.

El ser humano que ha sido regenerado por la Palabra y por el Espíritu» (V. Jn. 3:5, a la luz de 1 Ped. 1:23), puede hacer de su vida entera un himno de alabanza a su Padre de los Cielos, porque la Palabra de Dios no es una tesis fría, sino un cantar vibrante y cálido, ya que alberga en su interior el Amor, el Espíritu. Con el fruto del Espíritu por experiencia dichosa (Gal. 5:22-23), y con los dones del Espíritu (Is. 11:1-2: 1 Cor. 12:4ss.) por arpa, el creyente puede hacer de su vida entera un sacrificio vivo (Rom. 12:1), de sus labios un manantial de alabanza (Heb. 13:15) y de sus manos un vehículo de beneficencia (Heb. 13:16).

4. La miseria sirve de escabel a la misericordia

Solemos decir (sobre todo a partir de la expresión acuñada por O. Cullmann) que la Biblia es, antes que nada, una Historia de la Salvación. Pero la salvación presupone en el hombre un estado anterior de perdición. Por el pecado, el ser humano se había perdido y se había echado a perder. Había descendido del nivel de amigo e hijo de Dios, al de enemigo de Dios y esclavo del pecado y del demonio. Cuando éramos enemigos de Dios y no le amábamos, la infinita misericordia de Dios se apiadó de la profunda miseria del hombre: "Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rom. 5:8). "En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados" (1 Jn. 4:10). Ya podemos repetir en primera persona lo que los ángeles anunciaron, en segunda, a los pastores de Belén: "Nos ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor" (Lc. 2:11). Efectivamente, fue llamado Jesús («Yahveh salvará») porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt. 1:21). "Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido" (Lc. 19:10).

Por medio de Jesús tenemos el perdón del pecado, la liberación de la esclavitud, la posesión de la vida eterna y la participación de la divina naturaleza. La liturgia romana de la vigilia pascual llega a cantar: "¡Oh, feliz culpa, que mereció tener tal Redentor!". Quizás el arrebato poético llevase al autor del magnífico himno a una expresión de dudosa ortodoxia teológica, pero el pensamiento que quiso manifestar se clarifica cuando nos percatamos de que Dios, al no impedir el pecado original, tenía en sus ocultos designios el maravilloso plan de revelar un atributo suyo, la misericordia, que hubiese pasado desapercibido sin la miseria, a la vez que proyectaba el envío de un Redentor, que de otro modo hubiese quedado sin encarnar, y la elevación de sus elegidos a la categoría, no sólo de hijos suyos, sino de hijos en el Hijo, pámpanos de una misma cepa con él, miembros de su Cuerpo, y piedras vivas de su Templo.


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