"Contra Ti, contra Ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de Tus ojos, De manera que eres justo cuando hablas, Y sin reproche cuando juzgas" (Salmos 51:4).
El pecado es la realidad más horrenda en esta creación. El pecado es un terrible mal, no solo porque nos contamina, nos destruye y nos roba el gozo, sino también y sobre todas las cosas porque es una ofensa contra el Dios santo. El pecado es desobediencia a Dios, es transgresión de Su ley e impiedad; es maldad, orgullo, corrupción y un desafio a la autoridad divina. Es una declaración arrogante de independencia. Es cambiar a Dios por algo creado. Es tomar la adoración, la lealtad, la confianza y la honra que debemos a Dios para ofrecerlas a otras cosas o personas. Es preferir algo más antes que a Dios. En el centro de todo pecado, sea cual sea, hay un desprecio al Creador y una profunda indiferencia hacia Su gloria. El pecado, es un crimen porque atenta contra la gloria de Dios.
Si es así, entonces una buena pregunta que los creyentes debemos hacer es: ¿cómo debemos reaccionar cuando incurrimos en un pecado? ¿Cuáles son las emociones apropiadas como respuesta ante la realidad del pecado?
En estos versos, el rey David nos modela una respuesta consistente ante este mal inmenso. Siendo conforme al corazón de Dios (1 S 13:14), cometió un agravio terrible. El gran cantor de Israel se dejó llevar por sus pasiones, cedió a la tentación y se lanzó decididamente hacia la maldad de su propio corazón.
Sin embargo, David por fin lamenta su pecado y responde con amargura y tristeza; reacciona con desesperación y vergüenza. Esa es la respuesta más sensata y piadosa a nuestro pecado. Es una reacción coherente a este mal terrible. Esa sensación de tristeza y miseria es lo que lleva a David a humillarse ante Dios, refugiarse en Él e invocar Su misericordia.
Oremos y pidamos al Señor que nos otorgue eso, una sensibilidad aguda hacia la realidad del pecado. La reacción apropiada a nuestra iniquidad es el rechazo hacia ella acompañado de una respuesta piadosa. Al final, ese es el camino a una mayor sensibilidad y experiencia del favor de Dios. El puritano Richard Sibbes decía que el santo «juzga al pecado como el mayor de todos los males y el favor de Dios como el mayor de todos los bienes». Cuando más duele el pecado, más viva y reconfortante es la experiencia de Su gracia.