Si el lector no me ha seguido paso a paso conforme haya leído estas páginas, lo siento en verdad. De poco valor es la lectura de un libro, a no ser que las verdades que se presentan a la mente sean comprendidas, apropiadas y llevadas a la práctica. Este se parece al que contempla los alimentos en abundancia exhibidos en el escaparate de un restaurante y queda, sin embargo, hambriento por no comer personalmente de ellos. En vano, querido amigo, nos hemos encontrado tú y yo, a no ser que hayas recibido por fe viva a Cristo Jesus, mi Señor. De mi parte hubo un deseo marcado de hacerte bien, y he hecho lo mejor que he podido para este fin. Siento no haberte podido comunicar un bien positivo, porque anhelaba con sinceridad conseguir este privilegio. Pensaba en ti al escribir estas páginas, y dejando caer la pluma, me arrodillé y pedí solemnemente a Dios por todos los que lo leyeran. Estoy seguro que gran número de lectores serán bendecidos por su lectura, aún cuando tú no quieras ser de este número.
Pero, ¿por qué rehusarás tú mi testimonio? Si no deseas la bendición especial que yo te hubiera llevado, cuando menos hazme el favor de admitir que la culpa de tu condena final no me la cargarás a mí. Al encontramos los dos ante EL GRAN TRONO BLANCO, no podrás culparme de haber usado mal la atención que bondadosamente me concediste al leer este libro. Dios es mi testigo que escribí cada renglón para tu bien eterno. En espíritu pongo ahora mi mano en la tuya y te doy un firme apretón. ¿Lo sientes? Con lágrimas en los ojos te miro, diciendo: ¿Por qué quieres morir? ¿No quieres dedicar un momento a los asuntos de tu alma? ¿Querrás perecer por puro descuido? ¡Lejos sea esto de ti! Analiza solemnemente estas cosas, poniendo fundamento firme para la eternidad. No rehuses a Jesús, su amor, su sangre, su salvación. ¿Por qué lo harías? ¿Podrás hacerlo? ¡Te ruego que no vuelvas la espalda a tu Redentor!
Si, en cambio, mi oración ha tenido contestación y tú hayas sido conducido a confiar en el Señor Jesús recibiendo del mismo la salvación por gracia, en tal caso, aférrate para siempre a esta doctrina y a este modo de vivir y proceder.
Sea Jesús tu todo en todo y permite que la gracia inmerecida sea la regla única por la cual vivas y te muevas. No hay vida mejor, como la del que vive disfrutando del favor de Dios. Recibir todo cual don gratuito, esto guarda la mente del orgullo del mérito propio y del remordimiento de las acusaciones de la conciencia desesperada. Esta vida por gracia calienta el corazón llenándolo de amor agradecido, y así produce un sentimiento en el alma infinitamente más aceptable para Dios que todo cuanto pudiera proceder de un temor de esclavo.
Los que procuran salvarse haciendo lo mejor que pueden, no saben nada del fervor ardiente, del santo celo, del gozo en Dios que nacen de la salvación gratuitamente recibida según la gracia de Dios. El espíritu de servidumbre de la salvación mediante el mérito propio o sea por el cumplimiento de los mandamientos, nada tiene de comparable con el Espíritu gozoso de la adopción. Más virtud real hay en la menor emoción de la fe que en todos los esfuerzos del esclavo de la ley o en toda la maquinaria de los devotos que procuran subir al cielo por la escalera de las ceremonias. La fe es cosa espiritual, y «Dios es Espíritu» se deleita en ella por esa razón. Años enteros de rezos, de acudir a las iglesias, a los santuarios; años enteros de ritos, de ceremonias, de penitencias, pueden ser otras tantas abominaciones a la vista de nuestro Dios que es Espíritu. Pero una mirada del ojo de la verdadera fe es espiritual y por lo mismo a su agrado. «El Padre a tales adoradores busca (Juan 4:23). Ocúpate primero del hombre interior y de la parte espiritual de la religión, y lo demás vendrá a tiempo debido. Si eres salvo tú mismo, busca la salvación de otros. Tu propio corazón no prosperará. A no ser que esté lleno de solicitud intensa por la bendición de tus semejantes. La vida de tu alma está en la fe: su salvación está en el amor. El que no anhela llevar a otros a Jesús, nunca ha vivido encantado del amor él mismo. Entra en el trabajo, en la obra del Señor, la obra del amor.
Empieza por tu propia familia. Visita después a los vecinos. Ilumina al pueblo o a la calle donde vives. Siembra la Palabra de Dios por doquier lleguen tus fuerzas. Si los convertidos llegan a ganar a otros, ¿quién sabe qué brotará de mi pequeño libro? Ya empiezo a cantar gloria a Dios por las conversiones que producirá por su medio y mediante los que conduce a los pies de Cristo. Probablemente la parte principal de los resultados se verán, cuando la mano que escribe esta página se encuentre paralizada en el sepulcro.
Encuéntrame en el cielo! No bajes al infierno. No hay modo de volver de ese antro de miseria. ¿Por qué quieres entrar en el camino de la muerte, estando abiertas delante de ti las puertas del cielo? No rechaces el perdón gratuito, la salvación plena que Jesús concede a los que confian en él. No dudes, ni te detengas. Bastante has pensado ya; la obra de una vez! Cree en el Señor Jesús decididamente en este mismo momento. Acude al Señor sin tardar. Acuérdate, de que este asunto puede determinarse en este mismo momento. Acude al Señor sin tardar. Acuérdate, de que en este momento puede determinarse tu salvación o perdición, siendo hoy mismo tu ahora o nunca. Realicese ahora, evitando el terrible nunca. ¡Adiós! Mas no para siempre: te encargo:
¡Encuéntrame en el cielo!
Referencia Bibliográfica
Extraído del libro Solamente por gracia de Charles Spurgeon
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