La salvación requiere más que alguien que se identifique y sienta nuestro dolor. Jesús vino para ser nuestro Salvador y Redentor, no solo un simpatizante. Aunque él tomó carne para participar en el sufrimiento con sus hermanos y hermanas, nunca debemos olvidar que Jesús no sufrió simplemente para identificarse con nosotros, o para saber lo que sentimos cuando sufrimos.
Tal empatía superficial nos dejaría en la culpabilidad del pecado y bajo el poder del maligno y de la muerte. Al tomar nuestra naturaleza humana caída, y entrar en nuestra condición caída, vino a condenar al maligno y a rescatarnos del mismo a su propio coste, reclamándonos para Dios. Jesús rechazó todo pecado y al maligno y conquistó todo lo que causa dolor: el mal, el pecado y el maligno. Al hacerlo sana nuestra separación y estrangulamiento de Dios.
A causa de esta victoria total podemos ver la profundidad de la gracia de Dios dada gratuitamente, incluso tomando nuestra culpa y nuestra condición llena de pecado para vencerla. En esta gran obra de amor derramada sobre nosotros podemos ver cuán receptivo es Dios para con nosotros en lo más profundo de nuestra necesidad más grande.
Él no retuvo nada, sino que ese mismo acto de la receptividad personal de Dios, su acto de acercarse y ser afectado por nosotros (hasta el punto de que el Hijo de Dios pasara por el juicio contra el pecado y el sufrimiento de la vergüenza y la muerte humana) es la demostración más grande de la constancia, fidelidad y amor de nuestro Dios Unitrino.
En Jesucristo, aquel que se convirtió en carne, que luego sufrió, fue crucificado, sepultado, resucitado y después ascendido en nuestro beneficio, vemos quien es Dios en su ser eterno-el Dios de amor que es "el mismo ayer, y hoy, y por lo siglos" (Hebreos 13:8).