Hay pocas páginas negras en toda la Historia que lo hayan sido tanto como las que describen el carácter y la conducta de Judas Iscariote; no existe una evidencia tan terrible de la maldad humana. Uno de nuestros poetas ha dicho que “peor que los colmillos de una serpiente es el hijo ingrato”; ¿pero qué se podrá decir de un discípulo que traicionaría a su propio Maestro, de un apóstol que vendería a Cristo? Este fue, sin duda, uno de los tragos más amargos de la copa de sufrimiento que bebió nuestro Señor.
Aprendamos, en primer lugar, de estos versículos, que un hombre puede disfrutar de grandes privilegios, y hacer una gran profesión de fe y, sin embargo, su corazón puede seguir todo el tiempo sin estar reconciliado con Dios.
Judas Iscariote tuvo los mayores privilegios religiosos posibles. Fue escogido como apóstol y compañero de Cristo; fue testigo de los milagros de nuestro Señor, y escuchó sus sermones; vio lo que Abraham y Moisés no vieron, y oyó lo que David e Isaías no oyeron; vivió en la compañía de los once apóstoles; fue un colaborador de Pedro, Santiago y Juan; pero aun con todo esto, su corazón nunca cambió. Se aferró a un pecado que le era especialmente deleitoso.
Judas Iscariote hizo una digna profesión religiosa; no había nada que fuera incorrecto, inapropiado o impropio en su conducta externa. Al igual que los otros apóstoles, parecía creer y haberlo dejado todo por Cristo; como ellos, fue enviado a predicar y a hacer milagros. Ninguno de los once pareció sospechar que fuera un hipócrita. Cuando nuestro Señor dijo: “Uno de vosotros me va a entregar”, nadie dijo: “¿Será Judas?”. Todo aquel tiempo su corazón siguió sin cambiar.
Debemos fijarnos bien en estas cosas; son una profunda lección de humildad y de instrucción. Como la mujer de Lot, Judas ha de ser un faro para toda la Iglesia. Pensemos mucho en él, y cuando lo hagamos, digamos: “Examíname, oh Señor, y prueba mi corazón, y ve si hay en mí camino de perversidad”. Tengamos la determinación, por la gracia de Dios, de no conformarnos nunca con nada que no sea una conversión de corazón profunda y completa.