El juicio de Jesús | J. C. Ryle

 

El juicio de Jesús (J. C. Ryle)

Los que prendieron a Jesús le llevaron al sumo sacerdote Caifás, adonde estaban reunidos los escribas y los ancianos. Mas Pedro le seguía de lejos hasta el patio del sumo sacerdote; y entrando, se sentó con los alguaciles, para ver el fin. y los principales sacerdotes y los ancianos y todo el concilio, buscaban falso testimonio contra Jesús, para entregarle a la muerte, y no lo hallaron, aunque muchos testigos falsos se presentaban. Pero al fin vinieron dos testigos falsos, que dijeron: Este dijo: Puedo derribar el templo de Dios, y en tres días reedificarlo. Y levantándose el sumo sacerdote, le dijo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti? Mas Jesús callaba. Entonces el sumo sacerdote le dijo: Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios, Jesús le dijo: Tú lo has dicho; y además os digo, que desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras, diciendo: ¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? He aquí, ahora mismo habéis oído su blasfemia. ¿Qué os parece? Y respondiendo ellos, dijeron: ¡Es reo de muerte! Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban, diciendo: Profetizanos, Cristo, quién es el que te golpeó (Mateo 26: 57-68).

En estos versículos leemos cómo nuestro Señor Jesucristo fue llevado ante Caifás, el sumo sacerdote, y fue solemnemente declarado culpable. Era necesario que así fuese. Había llegado el gran día de la expiación: el maravilloso símbolo profético del macho cabrío expiatorio estaba a punto de cumplirse de manera definitiva. No era sino apropiado que el sumo sacerdote judío hubiera de hacer su parte y declarar que el pecado había sido puesto sobre la cabeza de la víctima, antes de que lo llevaran a ser crucificado (Levítico 16:21). Ojalá que meditemos estas cosas y las entendamos. Había un profundo significado en cada uno de los pasos de la pasión de nuestro Señor.

Observemos en estos versículos que los principales sacerdotes fueron los principales responsables de la muerte de nuestro Señor. Debemos recordar que fueron más bien Caifás y sus compañeros, los principales sacerdotes, y no el pueblo judío, quienes llevaron adelante este terrible acto.

Este hecho es muy instructivo, y merece nuestra atención. Es una prueba clara de que la ostentación de un alto cargo eclesiástico no exime a nadie de cometer graves errores en lo referente a doctrina, y tremendos pecados en la práctica. Los sacerdotes judíos podían demostrar que sus raíces se remontaban hasta Aarón, de quien eran sucesores directos; su oficio estaba revestido de una santidad especial, y llevaba consigo responsabilidades particulares; sin embargo, estos mismos hombres fueron los asesinos de Cristo.

Guardémonos de considerar infalible a ningún ministro de religión; su ordenación, por muy escrupulosa que haya sido, no garantiza que no vaya a poder desviarnos del buen camino, y aun ocasionar la perdición de nuestra alma. Tanto la enseñanza como la conducta de todos los ministros ha de ser puesta a prueba mediante la Palabra de Dios; se les debe obedecer en todo aquello en lo que ellos mismos obedezcan a la Biblia, pero nada más. La máxima de Isaías ha de ser nuestra guía: "¡A la Ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido" (Isaías 8:20).

Observemos, en segundo lugar, con qué claridad declaró nuestro Señor ante el concilio judío su mesiazgo, y su futura venida en gloria. Un judío inconverso de nuestro tiempo no podría decirnos que a sus antepasados no se les dijo que Jesús fuera el Mesías. La contestación de nuestro Señor al solemne conjuro del sumo sacerdote sería suficiente como respuesta: le dice al concilio claramente que Él es "el Cristo, el Hijo de Dios". A continuación les advierte de que si bien aún no se había aparecido en gloria, como ellos esperaban que el Mesías habría hecho, llegará un día en el que lo hará. "Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo". Habrán de ver a aquel mismo Jesús de Nazaret, al que ellos procesaron en su tribunal, aparecer con plena majestad como el Rey de reyes (cf. Apocalipsis 1:7).

Es un hecho tremendo, que no deberíamos dejar pasar por alto, que las que fueron prácticamente las últimas palabras de nuestro Señor a los judíos eran una predicción advirtiéndoles de su Segunda Venida: les dice claramente que un día habrán de verlo en su gloria. No cabe duda de que estaba haciendo referencia al capítulo 7 de Daniel, al hablar de aquel modo (Daniel 7:13). Pero le hablaba a oídos sordos. La incredulidad, los prejuicios y el fariseísmo los cubría como una espesa nube: jamás ha habido un caso de ceguera espiritual semejante. Con razón contiene la Letanía de la Iglesia de Inglaterra la oración: "De toda ceguera, y de la dureza de corazón, líbranos, buen Señor".

Observemos, en último lugar, lo mucho que nuestro Señor tuvo que soportar ante el concilio, entre falso testimonio y burlas. La falsedad y la burla son dos de las armas favoritas y más viejas del diablo. "Es mentiroso, y padre de mentira" (Juan 8:44). Durante todo el ministerio terrenal de nuestro Señor, vemos cómo esas armas se emplean continuamente contra Él. Se le llamó "comilón, y bebedor de vino" y "amigo de publicanos y de pecadores"; se le despreció llamándole "samaritano". Las escenas finales de su vida no fueron sino acordes con todo su pasado. Satanás provocó a sus enemigos para que a sus heridas añadieran insultos; en cuanto se le declaró culpable, amontonaron sobre Él toda clase de atroces humillaciones: "le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos"; "le abofetearon" y se mofaron de Él diciéndole: "Profetizanos, Cristo, quién es el que te golpeó".

¡Qué asombroso y qué extraño suena todo esto! ¡Qué asombroso que el Santo Hijo de Dios se hubiera de someter voluntariamente a tales humillaciones para redimir a semejantes pecadores despreciables como nosotros! ¡Y no menos asombroso es el hecho de que cada pequeño detalle de aquellos insultos había sido profetizado 700 años antes de que se pronunciaran! 700 años antes, Isaías había escrito: "No escondi mi rostro de injurias y de esputos" (Isaías 50:6). Saquemos de este pasaje una conclusión práctica. No nos sorprendamos nunca si tenemos que soportar burlas, insultos y calumnias, por pertenecer a Cristo. "El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor" (Mateo 10:24).

Si sobre nuestro Salvador se amontonaron mentiras e insultos, no debe asombrarnos que las mismas armas se sigan utilizando contra su pueblo. Una de las principales maquinaciones de Satanás es manchar las reputaciones de los hombres piadosos para conseguir que se los desprecie: las vidas de Lutero, Cranmer, Calvino o Wesley nos proporcionan abundantes ejemplos de esto. Si alguna vez se nos llama a sufrir de tal modo, aguantemos con paciencia. Estaremos bebiendo de la misma copa que bebió nuestro amado Señor. Pero hay una gran diferencia: en el peor de los casos, nosotros solo habremos tomado un pequeño sorbo amargo; Él bebió la copa hasta la última gota.

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