Despreciado y humillado

Despreciado y humillado

Dios fue específico en cuanto a su plan, un plan divino trazado desde antes de la fundación del cosmos. No se limitó a escoger una nación, y un pueblo para enviar a su Hijo, sino que designó a una familia de la tribu de Judá, la familia de David, de la simiente de la cual nacería el “ungido”, el designado para salvar a la humanidad.

Aproximadamente 1000 años después de hecha esta promesa, de la descendencia de la casa de David, a quien dio esta promesa de que un vástago reinaría por la eternidad, nació el pequeño JEHOSHUA, de quien las naciones esperarían la salvación espiritual.

Este Dios-hombre sufrió todas las consecuencias de la humanidad caída al punto que fue tentado en forma similar a nosotros, o quizá en forma más intensa, pues sus tentaciones fueron sobrenaturales, mientras que las nuestras apenas son humanas.

Este “ungido” se manifestó en la naturaleza de Jesús de Nazareth, hombre de humilde cuna, y por si fuera poco, despreciado por su mismo padre adoptivo desde antes de su nacimiento por la sospecha de que no era “hijo suyo”, con la mujer que era su esposa.

Para colmo de vicisitudes, el príncipe no nació en un palacio, sino en un pesebre lleno de cuadrúpedos. Ni siquiera tuvo un lugar donde reclinar su cabeza, pues el mejor lugar que consiguieron para su parto fue en ese lugar sucio, que fue iluminado por el nacimiento de tan ilustre visitante. Nosotros hemos experimentado el desprecio, pero para mostrarnos aún más su sencillez, el bebé Jesús nace rodeado de los seres más humildes.

Su vida fue un fiel reflejo del mandato que traía respecto a otorgar salvación a la humanidad. Fue despreciado por sus seres queridos, que incluso llegaron a pensar que se encontraba “loco”. Habiéndole conocido, fue abandonado por sus discípulos y seguidores, quienes huyeron al verle llegar a la cruz. Sin embargo, su vida y su sacrificio constituyeron el paradigma a seguir para todas las generaciones futuras.

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