¿Nos reconoceremos el uno al otro? Y la respuesta es que sí. En el cielo seremos quienes somos ahora, y por el resto de la eternidad, sólo que sin fallos ni debilidades. Todos los textos bíblicos parecen confirmar esta idea.
En tiempos del AT, los autores de la Biblia decían que «se unía a su pueblo. En 2 Samuel 12, el rey David se mostró confiado al morir su hijo recién nacido, diciendo: «Yo voy a él, mas él no volverá a mí. Evidentemente, David tenía la confianza de volver a ver a su hijo, no como un niño sin nombre, un alma sin rasgos distintivos, sino como el hijo mismo que había engendrado.
El NT todavía deja más claro el hecho de que nuestra identidad personal permanecerá intacta. Mientras celebraban la Pascua, Cristo les estaba prometiendo a sus discípulos que, en su día, volverían a beber juntos del fruto de la vid en el cielo. Las promesas que Jesús nos hace en los demás lugares de los evangelios todavía dejan menos lugar a las dudas: Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos (Mt 8:11).
Todos los redimidos mantendrán para siempre su identidad como personas, si bien perfecta. Podremos tener comunión con Enoc, Noé, Abraham, Jacob, Samuel, Moisés, Josué, Ester, Elías, Eliseo, Isaías, Daniel, Ezequiel, David, Pedro, Bernabé, Pablo o con cualquier otro santo.
No olvidemos que Moisés y Elías aparecieron junto a Cristo en el monte de la transfiguración. Aunque hacía siglos que habían muerto, todavía tenían identidad propia. Más aún, es evidente que Pedro, Santiago y Juan los reconocieron, lo que implica que, en el cielo, vamos a ser capaces de reconocer incluso a quienes no hemos visto antes.
Cuando los saduceos intentaban que Jesús cayese en su trampa, el Señor citó las palabras que Dios le había dirigido a Moisés en Éxodo 3:6: «Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob». A lo que Jesús añadió: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Lo que quiso decir fue, sencillamente, que Abraham, Isaac y Jacob todavía vivían, y que Dios continuaba siendo su Dios. También el relato de Lázaro y el hombre rico da a entender que los dos conservaron sus identidades.