Pero a estos males se añade otro nuevo, y es que el hombre procura manifestar exteriormente los desvaríos que se imagina como Dios, y así el entendimiento humano engendra los ídolos y la forma. Ésta es la fuente de la idolatría, a saber: que los hombres no creen en absoluto que Dios está cerca de ellos si no sienten su presencia físicamente, y ello se ve claramente por el ejemplo del pueblo de Israel:
“Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés… no sabemos que le haya acontecido (Éx 32:1). Bien sabían que era Dios aquel cuya presencia habían experimentado con tantos milagros; pero no creían que estuviese cerca de ellos, sino veían alguna figura corporal del mismo que les sirviera de testimonio de que Dios os guiaba.
En resumen, querían conocer que Dios era su guía y conductor, pero la imagen que iba delante de ellos. Esto mismo nos lo enseña la experiencia cada día, puesto que a carne está siempe inquieta, hasta que encuentra algún fantasma con el cual vanamente consolarse, como si fuese imagen de Dios. Casi no ha habido siglo desde la creación del mundo, en el cual los hombres, por obedecer a este desatinado apetito, no hayan levantado señales y figuras en las cuales veían a Dios ante sus mismos ojos.