El estado en que se entra después del Juicio es inmutable y eterno. La amargura de los condenados y la dicha de los salvos son, tanto una como otra, perpetuas. Que nadie nos engañe en cuanto a esto; se ha revelado claramente en la Escritura: la eternidad de Dios, y la del Cielo y la del Infierno, tienen una misma base. Tan cierto como que Dios es eterno: así de cierto es que el Cielo es un día infinito, sin noche, y el Infierno una noche infinita, sin día.
¿Quién podrá describir la bienaventuranza de la vida eterna? La capacidad humana no la puede concebir; solo se puede medir mediante contrastes y comparaciones. Un descanso eterno, tras épocas de guerra y conflictos; la compañía eterna de los santos, tras la batalla contra un mundo perverso; un cuerpo eternamente glorioso y libre de dolor, tras la lucha con la debilidad y la enfermedad; una visión eterna de Jesús, cara a cara, tras solo haber oído y creído; todas estas cosas supondrán una verdadera bienaventuranza. Y aún no sabemos ni la mitad de lo que será.
¿Quién podrá describir la amargura del castigo eterno? Es algo absolutamente indescriptible e inconcebible. El dolor eterno del cuerpo; el eterno aguijón de la acusación de la conciencia; la eterna convivencia de los impíos con el diablo y sus ángeles; el eterno recuerdo de oportunidades desaprovechadas y de haber despreciado a Cristo; la perspectiva eterna de un futuro sin consuelo y sin esperanza; todas estas cosas supondrán ciertamente una gran amargura. Son suficientes para hacer que nos zumben los oídos y se nos hiele la sangre, y aun así esta descripción no es nada comparada con la realidad.
Dejemos estos versículos examinándonos a nosotros mismos seriamente. Preguntémonos a qué lado de Cristo es más probable que nos encontremos en el día final. ¿Estaremos a su derecha o a su izquierda? Dichoso aquel que no descansa hasta que puede dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta.