"Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado" (Heb.11:24-25).
«Él ciertamente escogió ser afligido». Hay un tipo de cristianismo común que muchos pueden tener en la actualidad, pensando que están bien, un cristianismo barato que no ofende a nadie y no vale nada. No estoy hablando de una religión de este tipo.
Si realmente se toma usted en serio su alma y si su fe es algo más que un traje o vestido a la moda que se pone los domingos, si está decidido a vivir de acuerdo con la Biblia, si está resuelto a ser un cristiano según el Nuevo Testamento, entonces, repito, pronto descubrirá que tiene que llevar una cruz. Tiene que soportar cosas difíciles, tiene que sufrir por el bien de su alma como lo hizo Moisés o, de otro modo, no puede ser salvo.
En este siglo, el mundo es lo que siempre ha sido. Los corazones de los hombres siguen siendo iguales. Las ofensas a la cruz no han cesado. El verdadero pueblo de Dios todavía es una manada pequeña despreciada. La auténtica fe evangélica todavía incluye reproches y menosprecios.
Un verdadero siervo de Dios seguirá siendo considerado por muchos un simple débil y necio exaltado. La carne y la sangre, por naturaleza, evitan el dolor. Es algo que todos tenemos en común. Ante un peligro damos un paso atrás instintivamente para no sufrir y evitarlo si podemos. Si se nos presentan dos cursos de acción y los dos parecen correctos, por lo general, optamos por el que es menos desagradable para la carne y la sangre.
Pero he aquí un hombre que escogió el sufrimiento y aflicción. Dejó la vida tranquila y cómoda de la corte de faraón y se identificó abiertamente con el pueblo de Israel. Era un pueblo esclavizado y perseguido, objeto de desconfianza, sospechas y odio; y cualquiera que se hermanaba con él, de seguro probaba algo de la copa amarga que bebía el pueblo diariamente.
La fe le decía a Moisés que la aflicción y el sufrimiento no eran realmente malos. Eran la escuela de Dios, en la que capacita a los hijos de su gracia para la gloria; los remedios necesarios para purificar nuestra voluntad corrupta, el horno en el cual quemar nuestra escoria, el bisturí que tiene que cortar los lazos que nos unen al mundo.