El carácter de Jesucristo (ll) | Lección 18 | Cristología

El carácter de Jesucristo (ll) | Lección 18 | Cristología

1. Santidad de Jesucristo.

Repitiendo nociones ya expuestas en otros lugares, diremos que la santidad puede dividirse en ontológica y moral; la primera consiste en una separación de lo inmundo, de lo defectuoso, de lo limitado, y comporta un acercamiento a la trascendencia de un Dios infinitamente santo; la segunda consiste en una conducta moral recta, de acuerdo con la voluntad de Dios.

La santidad ontológica de la humanidad de Jesucristo era producida por la unión hipostática misma, puesto que no cabe mayor acercamiento a Dios que el de formar una sola persona con Él. Esta unión hipostática exigía la absoluta impecabilidad de Jesucristo, como veremos después.

La santidad moral se divide en positiva y negativa. 

La primera consiste en el ejercicio de la virtud, mientras que la segunda se halla en la ausencia de pecado. En este primer apartado de la presente lección nos referiremos a la santidad moral positiva, dejando para el siguiente el tratar de la santidad negativa.

Al considerar la vida virtuosa de Jesucristo, podemos fijar nuestra vista: A) en las raíces de la santidad moral de Jesús; B) en los frutos de esta santidad.

1.1 Raíces de la Santidad de Jesús:

1.1.1 La unión hipostática. Como ya hemos insinuado, la unión hipostática confería una santidad especial a la humanidad de Jesucristo, por su máxima cercanía al Dios tres veces santo (V. Lev. 11:44; 19:2; 1 Ped. 1:16; 1 Jn. 3:3). También le aseguraba una absoluta separación del mal (V. Jn. 8:46).

1.1.2 La especial unción del Espíritu Santo. El Espíritu Santo ungió a Jesús (Is. 61:1), comunicandosele sin medida (Jn. 3:34). Esta presencia actuosa y la dirección constante del Espíritu Santo le capacitaban para cumplir siempre, en todo lugar y en todos los aspectos, la voluntad del Padre (Jn. 4:34; 17:4; Heb. 10:7).

1.2 Frutos de la santidad moral de Jesús.
El fruto de esta santidad era el mencionado en Gal. 5:22-23, pero en un nivel y en una proporción inigualables. Destaquemos:

1.2.1 Su amor al Padre, con quien se mantuvo siempre en comunión íntima y ferviente (V. Mt. 11:25; Jn. 11: 41, 42; todo el cap. 17; Heb. 5:7; 10:5-7; etc.). Este amor le llevaba a una perfecta obediencia (Jn. 15:10; Flp. 2:8; Heb. 5:8; etc.).

1.2.2 Su bondad para con todos: para la miseria, la necesidad, la marginación, tuvo un amor, un perdón, una compasión y comprensión inmensos; a todos trató con respeto; a los hipócritas, farsantes, explotadores y mercaderes sacrilegos, los trató con ira santa (Jn. 2:15 y paralelos); a nadie trató con desprecio (no hay sarcasmo en Jn. 3:10, sino quizás una apelación a Ez. 36:26, 27, entre otros lugares).

1.2.3 El perfecto control que tenía de sí mismo, virtud que cierra con broche de oro el collar de perlas de las virtudes cristianas (V. Gal. 5:23; 2 Per. 1:6) y que surge de una perfecta combinación de la humildad, de la mansedumbre y de la templanza; no consiste en una impasibilidad estoica («sustine et obstine»), sino en un hábil manejo de las riendas con que la concupiscencia, es sometida a una voluntad consciente dirigida por el Espíritu de Dios (V. Rom. 8:14; 12:1, 2).

1.2.4 Su fortaleza, que el Dr. E. Kevan pone tan de relieve (V. Mt. 21:31: 22:18-21; Me. 1:41; 3:3, 4; 8:11, 13; Le. 2:49; 4:30; 6:10, 11; 9:51; 14:1-4; 20:17; Jn. 2:16; 8:7, 59; 12:27; 15:11 la víspera de su muerte; Heb. 12:2, 3)

1.2.5 Su prudencia, que destaca especialmente cuando los escribas y fariseos le tienden lazos para sorprenderle, como en el caso de Mt. 21:23ss. y paral.: 22:17ss. y paral.: 22:42ss. y paral.; Jn. 8: Iss. También resplandece en la parábola del mayordomo infiel (Le. 16: Iss.).

2. Impecabilidad de Jesucristo

Al decir que Cristo es y fue impecable, queremos expresar dos aspectos de la misma realidad; a saber:

2.1 Que Jesús nunca cometió pecado alguno, ni tuvo defectos o imperfecciones de orden moral. En efecto, ningún otro ser humano ha podido decir: ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado?» (Jn. 8:16). De ahí que a Cristo no se le pueda alinear con ningún otro gran hombre, sabio, héroe o santo. Ante otros genios del saber, del valor o de la bondad podremos inclinarnos con respeto, pero sólo ante él hay que prosternarse en actitud de adoración. No se le puede encasillar en ningún molde moral, ni de judío, ni de gentil, ni de mezclado de ambos. Aunque enraizado en nuestra raza (Gal. 4:4; Heb. 2:14), es cierto que heredó (no suprimió) las debilidades físicas de nuestra naturaleza (Is. 53:4, matizado por Mt. 8:17), pero no el contagio del pecado. Es cierto que asumió sobre sí el reato de toda la humanidad, pero lo hizo como nuestro sustituto, sin quedar en su interior manchado por nuestra depravación (V. 2 Cor. 5:21). Como dice L. Berkhof: «Aunque Cristo fue hecho pecado judicialmente, estuvo libre éticamente, tanto de la corrupción (depravity) hereditaria, como de pecado actual».

Por otra parte, su concepción sobrenatural (Lc. 1:35) y su plenitud del Espíritu (Jn. 3:34) le capacitaban para ser perfecto Mediador entre Dios y los hombres (1 Tim. 2:5), función que no habría desempeñado dignamente si hubiese estado manchado por la menor sombra de pecado (V. Heb. 7:6-28).

Su ausencia de pecado queda patente por lugares como Mt. 3:14, 17; Le. 4:34; 5:8; 23:4 (pide perdón por otros); 23:41, 47; Jn. 5:30; 8:29, 46; 14:30; 17:4; Hech. 3:14; 2 Cor. 5:21; Heb. 4:15; 7:26; 9:14; 1 Ped. 1:19; 2:22; 1 Jn. 2:1; 3:3, 5, Notemos que en Jn. 3:7 dice: «Os es necesario nacer de nuevo» (no dice: «Nos es necesario...»). Nunca presentó excusas, ni pidió perdón para sí, ni ofreció sacrificios por culpas propias (Heb. 7:27, 28). En realidad, nunca pidió nada para sí, pues en Jn. 4:10 sólo era para entablar diálogo con la mujer samaritana, y en Jn. 19:28 no pidió propiamente de beber, sino que expresó la sed que sufría como sustituto nuestro en el tormento infernal de la sed (comp. con Lc. 16:24). Era todo entero para el Padre y para los demás, ahí están en Juan los siete grandes «Yo soy», en que se ofrece como luz, como pan, como camino, verdad y vida, etc.

2.2 Que Jesús es y fue incapaz de pecar. Notemos las tres condiciones en que un ser humano puede encontrarse con relación al pecado, supuesto el uso consciente de su libertad responsable: a) no poder pecar, lo cual fue exclusivo de Cristo en esta vida mortal, y será privilegio de todos los salvos en el Cielo; b) poder no pecar, lo cual fue exclusivo de Adán y Eva antes de la caída, cuando su libertad estaba libre de la corrupción del pecado y, por ello, su voluntad no estaba internamente influida para inclinarse a uno u otro de los platillos de la balanza; podían, por tanto, pecar o no pecar, c) no poder no pecar, que es la condición humana tras la caída original. Esta condición, remediable en esta vida, aunque no del todo, por la gracia de Dios, quedará siniestramente fijada en los réprobos después del Juicio Final, como está ya fijada en Satanás y en sus ángeles, espíritus inmundos, los cuales, aun manteniendo su libertad por la que son responsables de su maldad, son incapaces de inclinar su voluntad hacia el bien.

Ahora bien, ¿qué es lo que impedía que Cristo pudiese pecar? Diremos que no era por incapacidad física o psíquica de elegir entre dos cosas contrarias, puesto que era perfectamente libre, pero fue perfectamente obediente (Jn. 4:34, comp. con 10:17, 18), ni tampoco porque disfrutase de la visión intuitiva, beatífica, de la esencia divina, es decir, del Bien Absoluto, como sostiene la teología católica romana, sino por la responsabilidad de la única persona divina que había en él, con lo que, de haber pecado Jesús, el pecado habría sido atribuido a Dios mismo, lo que constituye un imposible metafisico (un absurdo, por incompatibilidad de conceptos). Por otra parte, la acción eficacísima del Espíritu que le Ilenaba hacía moralmente imposible que Jesús cometiese el menor pecado. Él es el «Santo» por excelencia, como el mismo Dios (1 Jn. 2:20).


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