Mi búsqueda de una única pasión por la cual vivir | Jonh Piper

Mi búsqueda de una única pasión por la cual vivir | Jonh Piper

Mi padre fue evangelista.

Cuando yo era niño, había ocasiones, de vez en cuando, en que mi madre, mi hermana y yo viajábamos con él y lo oíamos predicar. Yo temblaba al oírlo. A pesar de su previsible humor al iniciar su prédica, sus palabras me impactaban como algo absolutamente serio. Había un guiño en sus ojos, una tensión en sus labios cuando la avalancha de textos bíblicos llegaba al clímax de su exposición.

«¡La he desperdiciado! ¡La he desperdiciado!» ¡Ah, cómo predicaba! Niños, adolescentes, jóvenes solteros, matrimonios jóvenes, los de mediana edad, ancianos, todos eran retados con la advertencia y el llamado de Cristo al corazón de cada uno. Tenía historias, muchas historias para cada edad: historias de gloriosas conversiones y también de horribles negaciones a creer, seguidas de muertes trágicas. Eran pocas las veces que sus historias no hicieran saltar las lágrimas.

Cuando era niño, una de las ilustraciones más apasionantes que mi fervoroso padre usaba era la historia de un hombre que se convirtió siendo
anciano. La iglesia había orado por él durante décadas. Pero era duro y se resistía. Sin embargo, esa vez, por alguna razón, apareció cuando mi padre estaba predicando. Al finalizar el servicio, durante un himno y ante los ojos asombrados de la congregación, se acercó y tomó la mano de mi padre. Se sentaron juntos en el primer banco de la iglesia, mientras las personas salían. Dios abrió su corazón al evangelio de Cristo, fue salvo de sus pecados y recibió la vida eterna. Pero esto no impidió que sollozara y dijera con lágrimas que rodaban por sus mejillas arrugadas: «¡La he desperdiciado! ¡La he desperdiciado!». Y qué impacto causaba en mí oír a mi padre decirlo con lágrimas en los ojos.

Esta historia me atrapaba mucho más que la de la joven pareja que murió en un accidente de tránsito antes de convertirse… era la historia de un anciano que lloraba porque había desperdiciado su vida. En esos años de mi niñez, Dios despertó en mí el temor y la pasión por no desperdiciar mi vida. Pensar en llegar a la ancianidad y decir entre sollozos: «¡La he desperdiciado! ¡La he desperdiciado!» me aterraba. «Solo una vida, y muy rápido pasará…». 

Otra de las fuerzas más fascinantes de mis primeros años —pequeña al comienzo, pero muy poderosa a medida que pasaba el tiempo— era una placa colgada en la pared de nuestra cocina, sobre el fregadero. Nos mudamos a esa casa cuando yo tenía seis años. Así que supongo que leí las palabras de la placa casi todos los días durante doce años, hasta que a los dieciocho fui a la universidad. Era una placa de vidrio muy simple, pintada de negro por detrás, con una cadena dorada como marco. Al frente, en letras blancas de estilo inglés, se leía: "Solo una vida, y muy rápido pasará. Solo lo que hagamos por Cristo quedará." A la izquierda de esta leyenda, se veía una verde colina con dos árboles, y un sendero marrón que desaparecía más allá de la colina. Cuántas veces cuando niño, y luego de adolescente, con granos en la cara, con sueños y temores, miré ese camino marrón (mi vida) y me pregunté qué habría del otro lado de la colina. El mensaje era claro: solo tenemos una oportunidad de pasar por ese camino. Eso es todo. Una sola. Y la medida perdurable de esa vida es Jesucristo. Esa misma placa colgó de la pared, junto a la puerta de entrada de nuestro hogar, durante años. La veía cada vez que salía de casa.

¿Qué sería exactamente «desperdiciar mi vida»? La pregunta quemaba. Dicho de modo positivo, sería vivir bien, sin malgastarla, pero ¿haciendo
qué? La respuesta a esto era la respuesta. Ni siquiera sabía cómo expresarlo con palabras, así que tampoco podía saber cuál era la respuesta. ¿Qué era lo opuesto a desperdiciar mi vida? ¿Tener éxito como profesional? ¿Ser feliz al máximo? ¿Lograr grandes cosas? ¿Encontrar un significado más profundo? ¿Ayudar a la mayor cantidad posible de personas? ¿Servir a Cristo en todo?¿Glorificar a Dios en todo lo que hiciera? ¿O había un punto, un propósito, un enfoque, una esencia en la vida que contestara todos estos interrogantes, satisfaciendo cada uno de estos sueños?

«Los años perdidos»

Había olvidado lo importante que fue esta pregunta para mí hasta que revisé mis archivos de esos años jóvenes. Cuando estaba a punto de dejar mi casa de Carolina del Sur, en 1964, para no volver nunca más a vivir allí como residente permanente, la Escuela Secundaria Wade Hampton publicaba una simple revista literaria de poemas y cuentos. Hacia el final de la revista, había un poema escrito por Johnny Piper. No te preocupes, no te lo haré leer. No era un buen poema. Jane, la editora, era misericordiosa. Lo que me importa ahora es el título y las primeras cuatro líneas. Se llamaba «Los años perdidos». Junto al poema, había un dibujo de un anciano en su mecedora. El poema comenzaba diciendo:
Durante mucho tiempo, busqué el significado oculto del mundo; de poco sirvió buscar, porque fue en vano. Ahora, cuando me acerco al ocaso, debo comenzar a buscar de nuevo. En todos estos cincuenta años que me separan del poema, pude oír una y otra vez: «¡La he desperdiciado!».
De algún modo, se había despertado en mí una pasión por lo importante en la vida, por su esencia. La pregunta ética de «si hay algo permisible» se esfumaba ante la gran pregunta: «¿Qué es lo que más importa, lo esencial?». Pensar en construir una vida en torno a la moralidad mínima, con el menor significado posible, una vida definida por la pregunta «¿qué es lo permitido?» me parecía casi repulsivo. No quería ser mediocre. No quería vivir en las afueras de la realidad. Quería entender lo más importante de la vida e ir en su búsqueda. El existencialismo era el aire que respirábamos.

Esta pasión por no perderme la esencia de la vida, por no desperdiciarla, se intensificó en la universidad… los tumultuosos años de la década de 1960. Había poderosas razones para que esto sucediera, razones que van más allá de la confusión de un adolescente que se hace hombre. La «esencia» era atacada desde todos los flancos. El existencialismo era el aire que respirábamos. Y su significado era que «la existencia precede a la esencia». Es decir, primero existimos y luego, al existir, creamos nuestra esencia. Uno crea su propia esencia, elige libremente lo que quiere ser. No hay esencia fuera de nosotros para tomar como modelo. Llamémosla «Dios», «significado» o «propósito», no hay nada de eso hasta que uno lo crea mediante su propia y valiente existencia. Si frunces el ceño y piensas: Eso suena a lo que hoy vivimos y llamamos posmodernismo, no te sorprendas. No hay nada nuevo bajo el sol. Solo hay nuevas formas de envolverlo.

Recuerdo estar sentado en un teatro a oscuras, viendo el resultado del existencialismo, el «teatro de lo absurdo». La obra era Esperando a Godot, de Samuel Beckett. Vladimir y Estragon se encuentran bajo un árbol y conversan mientras esperan a Godot. Él nunca llega. Cerca del final de la obra, un muchacho les anuncia que Godot no vendrá. Deciden irse, pero no se mueven. No van a ninguna parte. Cae el telón, y God[ot] (en inglés, God=Dios) nunca llega. Esa era la opinión de Beckett sobre las personas como yo: siempre aguardando, buscando, esperando encontrar la Esencia de las cosas, en lugar de crear mi propia esencia mediante mi libre e independiente existencia. No vas a ninguna parte, según Beckett, si buscas un Punto, un Propósito, un Foco o una Esencia trascendentes.

«El hombre de ninguna parte»

Los Beatles presentaron su disco Rubber Soul en diciembre de 1965 y cantaban su existencialismo con gran poder de convocatoria para mi generación. Quizá su forma más clara de demostrarlo fue «El hombre de ninguna parte», de John Lennon: Es un hombre de ninguna parte, sentado en su tierra de ninguna parte, haciendo sus planes sin ningún propósito, para nadie. No tiene ningún punto de vista, no sabe hacia dónde va. ¿No es parecido a ti y a mí?

Eran días de cambios, en especial para los estudiantes universitarios. Y, afortunadamente, Dios no se mantenía callado. No todos nos entregábamos al atractivo de lo absurdo y del heroico vacío. No todos se entregaban al llamado de Albert Camus y Jean Paul Sartre. Hasta las voces sin raíces en la Verdad sabían que debía haber algo más, algo que estuviera más allá de nosotros, algo mayor, más importante, por lo que valiera la pena vivir, en lugar de lo que veíamos en el espejo. La respuesta soplaba en el viento.

Bob Dylan rasgueaba sus canciones con mensajes indirectos de esperanza, que surtían efecto precisamente porque daban a entender una Realidad que no nos dejaría esperando para siempre. Las cosas cambiarían. Tarde o temprano, lo lento sería rápido, y los primeros serían últimos. Y no sería porque fuéramos los maestros existencialistas de nuestro absurdo destino. Aquella Realidad vendría a nosotros. Es lo que se sentía en la canción «Los tiempos están cambiando»: La línea está trazada, la maldición, echada, el que va último irá primero. Lo que es presente ahora será el pasado. El orden, se esfuma rápidamente, y los primeros serán los últimos porque los tiempos están cambiando.

A los existencialistas les habrá molestado oír a Dylan porque, quizá sin saberlo, echaba por tierra todo su relativismo con su audaz «La respuesta…
la respuesta», en su éxito «Soplando en el viento»:
¿Cuántas veces debe un hombre mirar hacia arriba antes de llegar a ver el cielo? ¿Cuántos oídos necesita un hombre antes de poder oír llorar a los demás? ¿Cuántas muertes harán falta para que se entere de que han muerto demasiados? La respuesta, amigo mío, está soplando en el viento, la respuesta está soplando en el viento. ¿Cuántas veces puede un hombre mirar hacia arriba sin ver el cielo? Hay un cielo allí arriba. Uno puede mirar diez mil veces y no verlo. Pero eso no afecta a la existencia del cielo. Porque está allí. Y algún día el hombre lo verá. ¿Cuántas veces tendrá que mirar para poder verlo? Hay una respuesta. La respuesta, la respuesta, amigo mío, no será algo que nosotros inventemos o creemos. Es algo ya decidido. Algo que está fuera de nosotros. Es real, objetiva, firme. Y algún día la escucharemos. No podemos crearla. No podemos definirla. Viene a nosotros, y tarde o temprano llegaremos a conformarnos a ella… o a reverenciarla.
Esto es lo que oía yo en la canción de Dylan y con todo mi ser decía: «¡Sí! Hay una respuesta». No verla implicaría desperdiciar la vida. Encontrarla significaría tener una respuesta para todas mis preguntas. El sendero que pasaba por la colina verde en el cuadro de nuestra cocina serpenteaba, en esos años de la década de 1960, en medio de las dulces trampas de la necia intelectualidad. ¡Ah, cuán valiente parecía mi generación cuando se apartaba del sendero y pisaba la trampa! Había quienes incluso se ufanaban al decir: «He elegido el camino de la libertad. He creado mi propia existencia. He derrotado las viejas leyes. ¡Mira cómo mi pierna es cortada!».

El hombre de pelo largo y pantalones cortos
Sin embargo, Dios en su gracia ponía carteles de advertencia a lo largo del camino. En el otoño de 1965, Francis Schaeffer ofreció una semana de
discursos en Wheaton, y en 1968 estos se recopilaron en un libro: El Dios que está allí. [1] El título muestra la sorprendente sencillez de su tesis. Dios está allí. No aquí, definido y moldeado por mis propios deseos. Dios está allí. Objetivo. Una realidad absoluta. Todo lo que vemos como realidad depende de Dios. Hay una creación y un Creador, nada más. Y la creación obtiene su significado y propósito de Dios. Aquí había un cartel enorme que no pasaba inadvertido: «Mantente en el camino de la verdad objetiva. Así evitarás desperdiciar tu vida. Quédate en el camino trazado por tu fervoroso padre evangelista. No olvides el cuadro de tu cocina. Te indica que desperdiciarás tu vida si andas por la pradera del existencialismo. Mantente en el camino. Hay una Verdad. Hay un Destino, un Propósito y una Esencia en él. Sigue buscando. Lo encontrarás».

Supongo que no tiene sentido lamentarse por tener que pasar los años de universidad aprendiendo lo obvio: hay una Verdad y una existencia, y hay valores objetivos. Como si fuera un pez que va a la escuela para aprender que el agua existe, o un pájaro que aprende que el aire es real, o un gusano que descubre que existe el polvo. Pero pareciera que durante los últimos doscientos años, este ha sido el propósito de una buena educación. Lo opuesto es la esencia de una mala educación. Así que no lamento los años que pasé aprendiendo lo obvio.

El hombre que me enseñó a ver
De hecho, le agradezco a Dios por los profesores y escritores que dedicaron tan gran cantidad de energía creativa para mostrar y demostrar la existencia de los árboles, el agua, las almas, el amor… y Dios. C. S. Lewis, que murió el mismo día que John F. Kennedy, en 1963, y que era profesor de Inglés en Oxford, cruzó el horizonte de mi senderito marrón en 1964 con tal brillo que no puedo describir en palabras el impacto que tuvo en mi vida. Me presentaron a Lewis en mi primer año de la universidad mediante su libro Mero cristianismo.

[2] Durante los siguientes cinco o seis años, siempre tuve cerca un libro de Lewis. Creo que sin su influencia, no habría vivido mi vida con el mismo gozo y provecho. Hay algunas razones para ello. Me hizo ver el esnobismo cronológico. Es decir, me mostró que la novedad no es virtud, lo viejo no es vicio. Que la verdad, la belleza y la bondad no se determinan por el momento en que existen. Que nada es menos por ser viejo, y nada es más por ser moderno. Esto me libró de la tiranía de la novedad y me abrió las puertas de la sabiduría de los siglos. 

Hoy la mayor parte de mi alimento espiritual proviene de antaño. Agradezco a Dios por la precisa demostración de Lewis de lo obvio. Este autor me convenció y demostró que la lógica rigurosa, precisa y penetrante no se opone al sentimiento, la vivacidad e incluso al júbilo de una imaginación viva. Él era un «racionalista romántico». Combinaba cosas que casi todo el mundo supone mutuamente excluyentes: el racionalismo y la poesía, la fría lógica y el calor de la emoción, la prosa disciplinada y la imaginación libre. Al romper con estos viejos estereotipos, me liberó para que pudiera pensar con lógica y escribir poesía, para que pudiera defender la resurrección y escribir himnos a Cristo, para poder derrumbar un argumento y abrazar a un amigo, para exigir una definición y utilizar una metáfora.

Lewis me dio un intenso sentido de la «realidad» de las cosas. Es difícil describir cuán precioso es esto. Despertar a la mañana y ser consciente de la firmeza del colchón, el calor de los rayos del sol, el sonido del reloj, el verdadero ser de las cosas (él lo llama «esencia»). [3] Me ayudó a sentirme vivo, a ver lo que hay en este mundo… objetos que cuando los tenemos, los damos por sentados o casi los obviamos, pero por los cuales daríamos un millón de dólares en caso de no tenerlos. Hizo que me volviera más consciente de la belleza. Hizo que mi alma se enterara de que hay maravillas cotidianas que despiertan adoración con solo abrir los ojos. Sacudió mi alma dormida y echó sobre mi rostro un balde de agua fría de realidad, para que la vida, Dios, el cielo y el infierno entraran en mi mundo con toda su gloria y horror. Sacó a la luz la sofisticada oposición intelectual al valor y la existencia objetiva, mostrando su estupidez al desnudo. El rey filosófico de mi generación no llevaba ropa, y el escritor de libros infantiles de Oxford lo decía con todo coraje:
No podemos seguir para siempre «mirando a través» de las cosas. El propósito de ver a través de algo es verlo en su totalidad. Es bueno que la ventana sea transparente porque la calle y el jardín que están detrás son opacos. ¿Qué pasaría si miráramos también a través del jardín? No sirve de nada intentar «ver a través» de los primeros principios. Si lo hacemos, todo será transparente. Y un mundo completamente transparente sería invisible. Ver «a través» de las cosas equivale a no ver nada.
[4] ¡Cuánto más podría decirse del mundo según lo veía C. S. Lewis! Él tiene sus fallas, algunas de ellas graves. Pero jamás dejaré de agradecer a Dios por este maravilloso hombre que se cruzó en mi camino en el momento preciso.

Una novia es un hecho innegablemente objetivo
Hubo otra fuerza que también solidificó mi inflexible creencia en la existencia innegable de la realidad objetiva. Su nombre era Noël Henry. Me enamoré de ella en el verano de 1966. Demasiado temprano, quizá. Pero dio resultado; todavía la amo. No hay nada más poderoso que la necesidad de mantener a una esposa e hijos para apagar el fuego de una imaginación filosófica.

Nos casamos en diciembre de 1968. Es bueno llevar a cabo lo que uno piensa sobre las personas. Desde ese momento, todos mis pensamientos han tenido lugar en una relación personal. No hay meras ideas, sino ideas que se relacionan con mi esposa, mis cinco hijos y un número creciente de nietos. Le agradezco a Dios por la parábola de Cristo y la iglesia con la que he estado comprometido durante estos cuarenta años. Hay lecciones sobre una vida no desperdiciada que quizá jamás hubiese aprendido sin esta relación. Así como también hay lecciones en la soltería que quizá no pudieran aprenderse de otro modo.

Te bendigo por mi vida, mononucleosis
En el otoño de 1966, Dios hizo que mi sendero se estrechara aun más. Cuando Él efectuó su movimiento decisivo, Noël se preguntó dónde estaría yo. Había empezado el semestre de otoño, y yo no aparecía en la clase ni en la capilla. Finalmente me encontró acostado en la enfermería con mononucleosis, donde permanecí durante tres semanas. El plan de vida del que había estado tan seguro durante cuatro meses se me escurrió entre los dedos.

En mayo había sentido una gozosa confianza… mi vida sería de mayor utilidad si estudiaba Medicina. Me encantaba la Biología y la idea de sanar a
las personas. Me gustaba saber, por fin, qué era lo que estaba haciendo con mi vida. Me inscribí en las clases de Química en la escuela de verano para poder tomar el curso de Química orgánica en el otoño. Con la mononucleosis, perdí tres semanas de Química orgánica. Ya no podía seguir con mi plan. Pero lo más importante fue que Harold John Ockenga, pastor de la Iglesia Park Street, de Boston, predicaba en la capilla cada mañana esa semana. Yo escuchaba la emisora de radio de la universidad. Jamás había oído tal presentación de las Escrituras. De repente, ante mis ojos, toda la gloriosa objetividad de la realidad se centró en la Palabra de Dios. Estaba allí en la cama y sentía que despertaba de un sueño. Y ahora que había despertado, ya sabía qué haría.

Noël vino a visitarme, y le pregunté:
—¿Qué dirías si en lugar de estudiar Medicina ingreso al seminario?
Como siempre, su respuesta fue:
—Si Dios te envía allí, iré contigo.
Desde entonces, jamás volví a dudar acerca de mi vocación en la vida: sería ministro de la Palabra de Dios.

Este fragmento fue extraído del Libro No desperdicies tu vida de John Piper.

Notas
[1]. La obra profética de Schaeffer aún es importante en nuestros días. Aliento a todos mis
lectores a leer al menos una de sus obras: Huyendo de la razón (Viladecavalls: Editorial
Clie, 2007; Él está presente y no está callado (Miami; Logoi, 1974).
[2]. C. S. Lewis, Mero cristianismo (Nueva York: Editorial Rayo, 2006).
[3]. C. S. Lewis, Surprised by Joy [Cautivado por la alegría] (Nueva York: Harcourt,
Brace and World, 1955), p. 199. Publicado en español por Editorial Rayo.
[4]. C. S. Lewis, The Abolition of Man [La abolición el hombre] (Nueva York: Macmillan,
1947), p. 91. Publicado en español por Madrid Encuentro.

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