La controversia cristológica (ll) - Lección 5 - Cristología

La controversia cristológica ll - Cristología

1. Monotelismo.

El Concilio de Calcedonia había expuesto con claridad y precisión la realidad e integridad de las dos naturalezas de Cristo y la unión de ambas en la única persona del Hijo de Dios. Siendo la persona el único centro de atribución y el único sujeto de responsabilidad, ¿será esta única persona la que lleve la iniciativa en toda operación de cualquiera de las dos naturalezas?; ¿será ella la que ordena todo y actúa en todo lo que Cristo hace? Bástenos por ahora con decir que la personalidad, como tal, no añade ningún elemento a la naturaleza concreta individual, no es parte integrante, ni principio agente, no responde a un ¿qué es? o a un ¿con qué obra?, sino a un ¿quién? Repetimos que la persona es un puro, término de atribución y sujeto de responsabilidad.

Por una mala inteligencia del concepto de «persona» surgió, tras el Concilio de Calcedonia, la opinión de que en Cristo había una sola voluntad decisoria y una sola energía o agencia operativa principal (divinas), de las que la naturaleza humana era un mero órganon o instrumento de ejecución. Por eso se llamó a esta herejía monotelismo (de monos único, y thélesis voluntad) y monenergismo (de monos y enérgeia = fuerza operativa). El principal fautor de esta herejía fue Sergio, patriarca de Constantinopla desde el año 610 hasta el 638. Después de una cuidadosa investigación, parece ser que él no negó la existencia en Cristo de dos voluntades en cuanto instrumentos de ejecución, sino la iniciativa de la voluntad humana para ponerse en acción por sí misma, necesitando de la divina como de la chispa o encendido que pone en marcha un motor.

El monotelismo ponía en peligro la declaración de Calcedonia, puesto que afectaba a la integridad de la naturaleza humana de Cristo, la cual, de no haber dispuesto de una voluntad libre, enteramente como la nuestra, no habría sido perfecta. Por eso fue condenado en el tercer Concilio de Constantinopla, celebrado el año 680 y terminado el 681. Este Concilio añadió al Concilio de Calcedonia lo siguiente:

«Igualmente promulgamos, de acuerdo con la enseñanza de los Santos Padres, que en él (Cristo) hay dos voluntades naturales y dos modos naturales de obrar, sin división, sin cambio, sin separación, sin mezcla; y que esas dos voluntades naturales no se oponen, mutuamente, como han afirmado los impíos herejes, sino que la voluntad humana sigue (es decir, obedece), y no resiste ni se opone, y más bien sometida, a su omnipotente y divina voluntad. Lo mismo dice, con mayor precisión todavía, acerca de las dos enérgeias o fuerzas operativas».

El Concilio apeló a Jn. 6:38: «Porque he descendido del Cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.» Pudo haber citado igualmente dos lugares más claros, si cabe: «Pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mt. 26:39; no se haga mi voluntad, sino la tuya. (Lucas 22:42). Es obvio que estos tres lugares se habla de una voluntad distinta de la divina, pues esta es común al Padre y al Hijo. La libertad humana de Cristo (La espontaneidad negada por Sergio) es afirmada en Juan 10:18, donde Cristo dice acerca de su vida humana terrenal: «Tengo poder para ponerla (para morir), y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre.» Ahora bien, la voluntad divina de Cristo no podía recibir del Padre un mandamiento que implicaba obediencia y sumisión. Otros lugares que presuponen una voluntad obediente y libre son: Is. 53:7; Jn. 4:34; 5:30; 8:29; 14:31; Flp. 2:8; Rom. 5:19; Heb. 10:9. No olvidemos que una obediencia que no hubiese sido voluntaria y libre, hubiera privado al sacrificio de la Cruz de todo su valor soteriológico.

2. Nuevos peligros de herejía.

Con mucha razón opina Berkouwer, contra Korff y otros teólogos modernos, que Calcedonia no supuso un jalto en la reformulación del dogma cristológico. «Todo depende dice Berkouwer de lo que se entienda por evolución del dogma... El (Korff) no tiene en cuenta, al menos suficientemente, la posibilidad de una progresiva y obediente inteligencia del mensaje de la Escritura, a base de una adhesión cada vez más firme a la Palabra de Dios.

Después de Calcedonia, uno de los peligros que se cernían era el hablar de la naturaleza humana de Cristo como «impersonal», por el hecho de que carece de personalidad propia, puesto que el Verbo no asumió una persona, sino una naturaleza humana, en la forma que explicaremos más adelante. Pero, ¿cómo puede ser Jesucristo un hombre perfecto si carece de una personalidad propia de un hombre? Ya en tiempo del Concilio de Calcedonia, Leoncio de Bizancio encontró la solución correcta al apuntar que la naturaleza humana de Cristo era «in-personal», en el sentido de no poseer una personalidad distinta de la del Verbo, pero que era «en-personal», porque subsistía en la persona del Hijo de Dios.

Esto es lo que hizo afirmar a Tomás de Aquino que la persona de Cristo es compuesta (se entiende no real, sino virtualmente), «porque subsiste en dos naturalezas; de donde, aun cuando es uno solo el que subsiste, hay, sin embargo, dos distintas razones de subsistir». En otras palabras, el Hijo de Dios, que subsiste desde la eternidad en la naturaleza divina, extiende su infinito poder de subsistir a la naturaleza humana en el momento de asumirla como suya. Todo lo que pertenece a las naturalezas es doble, pero hay un solo «yo», que unas veces se expresa y actúa como Dios, y otras veces como hombre.

Otro peligro surgió en expresiones que implicaban una especie de mezcla o, al menos, traspaso de los atributos de la naturaleza divina a la humana. Aunque Juan Damasceno, en el siglo VIII, usó frases ambiguas, especialmente en el uso de comparaciones, no defendió «una comunicación de los atributos divinos a la naturaleza humana». En todos los siglos, como veremos más adelante en esta lección, así como en la lección siguiente, se han levantado opiniones con resabios, ya de monofisismo, ya de nestorianismo.

3. El Adopcionismo.

Los obispos españoles Félix de Urgel y Elipando de Toledo, sostuvieron tenazmente que Jesucristo fue siempre Hijo propio de Dios, por su generación eterna del Padre; pero que, en cuanto hombre, como descendiente de David, fue también hijo adoptivo espiritual de Dios, a partir de su Bautismo en el Jordán hasta la Resurrección. Admitían la declaración del Concilio de Calcedonia, pero parece ser que lo que les movió a opinar así, junto con cierta confusión doctrinal, fue su anhelo pastoral de evangelizar con más eficacia a los invasores musulmanes, quienes también creían en Jesús como gran Profeta e hijo adoptivo de Dios. A esta herejía se le llamó Adopcionismo, y también «la herejía española». Los adopcionistas fueron condenados en el Sínodo de Francfurt (año 794).

Estos herejes no tenían en cuenta que la adopción es algo estrictamente personal; es decir, no se adopta a una naturaleza, sino a una persona, ya que ésta es el sujeto propio de filiación. El Concilio de Calcedonia ya había recalcado que en Cristo hay un solo Hijo. Aunque la naturaleza humana no es hija propia de Dios, ni le pertenece filiación alguna, pues ésta es propia de la persona, sin embargo se puede decir que «este hombre, que es Jesús, es Hijo propio de Dios», por la sencilla razón de que este hombre tiene su personalidad en la persona del Hijo de Dios. Y como el Hijo de Dios es tan Dios como el Padre, también se puede decir que "este hombre, que es Jesús, es Dios".

4. Discusiones medievales.

Durante la Edad Media, el péndulo no cesó de moverse hacia uno u otro de los dos extremos de la controversia cristológica. Mientras Tomás de Kempis hacía un especial énfasis en Jesús-Hombre, Pedro Lombardo llegó a afirmar que, en comparación con su divinidad, la humanidad de Cristo es «como nada». Lo que Pedro Lombardo (1100- 1160) quería quizá poner de relieve era la infinita distancia entre el Dios trascendente y algo creado, como es la humanidad de Jesucristo; sin embargo, su expresión suena a monofisismo del peor.

En Tomás de Aquino (1224-1274), la enseñanza cristológica de la Iglesia de Roma queda, por decirlo así, oficialmente fijada. De la persona de Cristo, como Primera parte del presente volumen, tratan las 25 primeras cuestiones de la Tercera parte de la Summa Theologica. En las cuestiones 2.a, 3.a, 4.a, 5.a, 6.a, 16.a, 17.a, 18.a, 19.a y 23.a, y de refilón en otras, expone correctamente la doctrina proclamada en Calcedonia y en el Concilio III de Constantinopla. A su tiempo anotaremos nuestras diferencias con él en aspectos relacionados con la gracia y con la ciencia humana de Jesucristo. En lo que respecta a las voluntades de Cristo, justamente afirma Tomás que hay una sola voluntad humana en Cristo, igual que en nosotros, en cuanto que voluntad significa «el primer motor en el terreno de los actos humanos».

Sin embargo, hemos de notar que Lc. 22:42: "no se haga mi voluntad, sino la tuya", llama voluntad a la tendencia instintiva que se oponía al sufrimiento y a la muerte. En efecto, ¿con qué voluntad decidió Cristo que se hiciera la voluntad del Padre? No con la divina, pues ésta le era común con el Padre. Tampoco con la que él llama "mi voluntad", pues ésta se oponía; es decir, se resistía a beber la copa de aflicción. Sólo su voluntad humana, propiamente dicha, podía tomar la libre resolución de afrontar la muerte en cruz; lo cual es de suma importancia en el aspecto soteriológico. Sin embargo, en el art. 5 de la misma cuestión 18a, Tomás niega que la voluntad humana de Cristo quisiera siempre lo que Dios quería, y lo hace apoyado en una cita de Agustín, que se basa en Lc. 22:42.

Tomás niega que hubiese en Cristo «contrariedad de voluntades», en lo cual estamos de acuerdo. Pero no cabe duda de que Tomás negaba también en Cristo la libertad de contrariedad, es decir, la facultad radical de elegir entre el bien y el mal. Lógicamente tenía que pensar así, al negar la limitación del entendimiento humano de Cristo en forma de ignorancia, ya que a ello se oponía la visión beatífica por parte del alma de Cristo. Ahora bien, esto va directamente en contra de textos como Mc. 13:32 y Lc. 2:52, en que se expresa la limitación del conocimiento humano de Cristo, así como su progresivo crecimiento en sabiduría.

Por otra parte, Jn. 10:18 nos presenta la libertad física y psicológica de Cristo en cuanto a ofrecer su vida por nosotros, acerca de lo cual había un verdadero "mandamiento del Padre", que no hubiera podido ser quebrantado sin pecado (comp. con Rom. 5:19 y Heb. 5:8, sin descartar Flp. 2:8). Sin embargo, había siempre en la voluntad humana de Cristo una sujeción moral a la divina, debido a que era conducido en todo por el Espíritu Santo, el cual se le había dado en plenitud (V. Jn. 3:34; 4:34).


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