Jesucristo, verdadero Hombre (ll) | Lección 10 | Cristología

Jesucristo, verdadero Hombre

1. Jesús, nuestro Representante y Sustituto.

Ya hemos aludido en otros lugares a la necesidad de que Jesús, nuestro Salvador, fuese Dios y hombre a la vez. Aquí queremos hacer notar que Jesús, por ser hombre, es nuestro Representante y nuestro Sustituto. Aunque ambos conceptos van unidos, es preciso distinguirlos con todo cuidado. Cristo es nuestro Representante en cuanto que, como sumo sacerdote del Nuevo Pacto, ocupó nuestro lugar al ofrecer en la Cruz el único sacrificio que podía tener valor propiciatorio, redentor y reconciliador de la humanidad pecadora con el Dios tres veces santo (Heb.7:22-28).

En este sentido, la obra de Jesús es a favor de todos los hombres, en general (V. I In. 2:2: «Y él es la propiciación por nuestros pecados, y no solamente por los nuestros, sino también por los de TODO EL MUNDO»). Es decir, hay en la propiciación de Jesucristo un valor universal, disponible en el plano objetivo para todos. En cambio, Jesucristo es nuestro Sustituto en cuanto que su muerte al pecado en la Cruz del Calvario se hace nuestra muerte cuando nosotros recibimos el don de la justicia (V. 2 Cor. 5:14-15, 21). En este sentido, Jesús sustituye, en realidad, sólo a los que se salvan. De lo contrario, los pecados de los que se condenan serían llevados dos veces (V. Jn. 8:24: «Si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis-»).

2. Jesús, nuestro Primogénito.

Mientras que, como Dios, aparece Jesús como Unigénito (Jn. 1:14, 18; 3:16, 18, 1 In. 4:9), en cuanto hombre aparece como Primogénito (Rom. 8:29: "para que él sea el primogenito entre muchos hermanos", V, también Heb. 2:11, 17). Ahora bien, este epíteto de Primogenito, aplicado a Jesús, reviste distintos matices, según el contexto:

2.1 En los lugares citados recibe el sentido de heredero de la vida, que él puede transfundir, por su función mediadora y salvífica, en sus hermanos. De ahí la cita de Is. 8:18 en Heb. 2:13, dentro de un contexto de hermanos. Con ello está conectado el sentido de Is. 53:10: «verá linaje», de Is. 9:6: «Padre Eterno», o mejor. «Siempre Padre, y de Hech. 3:15: al Autor de la vida, en una sola palabra griega que significa productor y conductor hacia la vida». De aquella vida, que estaba en él (Jn. 1:4), comunicada por el Padre (Jn. 5:21), para que la recibamos en Cristo (Jn. 5:40; 6:33ss.; 10:10, 12:24; 15:lss.; 17:2; 20:31; 1 Cor. 15:45; Ef. 2:5: 1 Jn. 5:12- 13).

2.2 En Col. 1:15 el primogénito de toda creación significa «el heredero del Universo, con quien somos «coherederos» (Rom. 8:17), y como siendo Hijo único del Padre a él le viene toda la herencia, somos copartícipes con él de una herencia infinita e indivisa. El ha sido constituido "centro de gravitación de todo el Universo" (Ef. 1:10, como eco de Jn. 12:32), puesto que todo cae bajo su jurisdicción y gobierno y, en cierto modo, él es la Cabeza de todo (comp. con Ef. 1:20-21).

2.3 En Col. 1:18 «el primogénito de entre los muertos» significa «el primer triunfador de la muerte»; por quien la muerte perdió su aguijón, que es el pecado (1 Cor. 15: 55-57).

3. Jesús, nuestra Cabeza.

La palabra cabeza se aplica a Jesucristo en dos sentidos:

3.1 En sentido de autoridad, como cuando se dice en 1 Cor. 11:3 que «Cristo es la cabeza de todo varón» (comp, con vers. 10).

3.2 En sentido de principio de vida, unidad y movimiento. En este sentido, Jesucristo es Cabeza de su Iglesia (V. Ef. 1:22-23; Col. 1:24, etc.), de la cual somos miembros en el momento en que, injertados en Cristo, nacemos a una nueva vida espiritual.

Hebreos 5:9 precisa bien cuándo y cómo llegó Cristo a ser nuestra Cabeza espiritual, pues dice de Cristo que «habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen». Aquí vemos: a) que, mediante su Pasión y Muerte en Cruz, Cristo quedó perfeccionado como Salvador nuestro (comp. con Jn. 17:19, puesto que sacrificio comporta la consagración de nuestro sumo sacerdote, y con Heb. 2:10: «perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos»); b) está salvación sólo se aplica a los que le obedecen, es decir, a los que creen, puesto que la fe es una obediencia al Evangelio (V. Rom. 1:5; 16:26).

Así que Cristo comienza a ser nuestra Cabeza cuando nosotros empezamos a ser miembros de su Cuerpo, que es la Iglesia, y no antes. En la Cruz se abren las fuentes de la salvación, pero no se sacia la sed; allí queda la salvación disponible, pero sólo se aplica eficazmente a los que creen (comp. con Jn. 3:15-16). En esto se diferencia la capitalidad de Adán en cuanto a nuestra culpa original, de la justicia que se nos imputa por la fe en Cristo: la culpabilidad en Adán se contrae por solidaridad racial: la justicia de Cristo se obtiene por la fe personal. Tanto a los niños como a los adultos es preciso aplicar la salvación obtenida en el Calvario; la diferencia está en el modo de aplicarla a los primeros y a los segundos.

Sólo un sofisma basado en la filosofía platónica, hizo que algunos de los llamados. «Santos Padres afirmasen que Cristo se constituyó como Cabeza nuestra al asumir la naturaleza humana en el vientre de la Virgen. Otro sofisma «la Madre del Redentor es la Madre de la Redención» dio pie a Pío X para asegurar en su Encíclica Ad Diem Illum, de 2 de febrero de 1904, que se puede decir que María llevó en su seno al Salvador y, al mismo tiempo, a todos aquellos cuya vida estaba incluida en la vida del Salvador.

El Nuevo Catecismo Holandés, desde otro punto de vista del de Pío X, ensancha más el ámbito de la salvación, diciendo que, por el hecho de haber nacido como seres humanos, ya somos compañeros de viaje de Jesucristo y partícipes, de alguna manera, de las bendiciones de la salvación.

Finalmente, hemos de señalar la equivocación de A. H. Strong al aprobar tácitamente la afirmación de Simón: Todo hombre es, en un sentido real, esencialmente de naturaleza. divina conforme Pablo enseña, "linaje divino" (Hech. 17:29). La frase de Pablo, citando, a un poeta griego, no tiene otro sentido sino que Dios, que nos hizo a su imagen y semejanza (Gen. 1:26-27), es el Padre de nuestros espíritus (Heb. 12:9); por tanto, no hemos de figurarnos a Dios como algo material.


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