Una mentalidad religiosa caracterizada por la timidez y la falta de valor moral nos ha dado hoy una cristiandad floja, intelectualmente empobrecida, embotada, redundante, y para mucha gente sencillamente aburrida. Con esto se hace proselitismo como si fuera la fe de nuestros padres en descendencia directa de Cristo y de los apóstoles.
Alimentamos con esta palabrería insípida a nuestra juventud inquisitiva, y para darle sabor, la condimentamos con diversiones carnales birladas del mundo inconverso. Es más fácil entretener que instruir y es más fácil seguir el gusto del público degenerado que pensar por uno mismo, de modo que muchos de nuestros líderes evangélicos dejan que su mente se atrofie mientras mantienen ágiles sus dedos haciendo trucos religiosos para atraer a las muchedumbres curiosas.
Bien, me atrevo a arriesgarme a dar una profecía: las ovejas pronto se van a cansar del trébol marchitado que les estamos dando y del color artificial con que lo rociamos para hacerlo parecer fresco. Y cuando se cansen lo suficiente como para dejar nuestros pastos serán víctimas fáciles del Papa, del Padre Divino, y cuantos otros.
El cristianismo debe abrazar toda la personalidad y debe dirigir cada átomo del ser redimido. No podemos retener nuestro intelecto del altar de fuego y tener la esperanza de preservar la verdadera fe en Cristo.¹