Lección 2 - Concepto de iglesia: lo que no es la iglesia - Eclesiología

1. La Iglesia no es un templo material.

Como ya dijimos en el punto 1 de la lección anterior, hay muchos que, al oír la palabra «iglesia», inmediatamente piensan en un edificio o templo material, como si lo más importante fuese el lugar de reunión. Es cierto que el lugar de reunión tiene su importancia, como la tienen la capacidad del local, sus condiciones acústicas, su decoración sobria, digna y atractiva, que inviten al respeto y a la comunión fraterna, y el disponer de las convenientes dependencias anejas, con destino a la Escuela Dominical, reuniones de jóvenes, etc.

Sin embargo, no debemos perder de vista que un lugar sagrado es todo aquel en que dos o tres creyentes se hallan reunidos en nombre de Jesucristo (Mat. 18:20); este lugar bien puede ser un piso o una casa corriente (cf. Romanos 16:5). Los primeros creyentes judeo-cristianos «partían el pan por las casas (Hech. 2:46), aun cuando también se reunían a orar en el Templo.

En su discurso en el Areopago de Atenas, el apóstol Pablo destacó que «el Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas» (Hechos 17:24); y el mismo Señor Jesús había dicho a la mujer samaritana que «la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre...; los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn. 4:21, 23); es decir, desde el fondo de nuestro espíritu y guiados por el Espiritu de Dios hacia la realidad de un Dios que es Espíritu, superando así en la era mesiánica la antigua dispensación de símbolos y figuras. El templo vivo y verdadero del único Dios vivo y verdadero lo constituyen las personas de los mismos creyentes (cf. 1.a Cor. 3:16; 6:19; 2.a Cor. 6:16; Ef. 2:21).

Los peligros del «templo-centrismo» son bien notorios a lo largo de la historia. Los grandes templos macizos, con sus altares de sacrificio, tuvieron un origen judío pagano. Después, el enorme fausto y riquezas materiales de los templos del Medievo, con sus costosos cálices, ostensorios, retablos, imágenes y paramentos, estaban basados en la idea de la transubstanciación, puesto que, si el mismo Cristo habitaba físicamente en el templo, todo era poco para tan divino huésped. Sin embargo, Jesús mismo había dicho: «A los pobres siempre los tendréis con vosotros, más a Mí no siempre Me tendréis» (Jn. 12:8). No es extraño que, ya en el siglo IV, Juan el Crisostomo (santo doctor y padre de la Iglesia, según la Iglesia Romana) lanzase desde el pulpito sus invectivas, no sólo contra las rozagantes matronas que adornaban sus cuellos con joyas cuyo precio hubiese bastado para el sostenimiento de una familia, sino también contra la ya naciente ostentación en los ornamentos y decoración de los templos.

2. La Iglesia no es tampoco una "confesión de fe".

Al cumplir su comisión de predicar el Evangelio, los apóstoles solían resumir su mensaje en unos cuantos puntos vitales para la salvación o edificación de sus oyentes. Véase el sermón de Pedro en Hechos 2:22-36 y, más conciso aún, el esquema de Pablo en 1.a Cor. 15:3-4. Pasado el tiempo de las grandes persecuciones, y en su lucha con las nacientes herejías, la Iglesia comenzó a sintetizar sus creencias básicas en confesiones de fe llamadas «credos», palabra latina que significa «creo», porque tales fórmulas comenzaban de esa manera.

La línea histórica de las «confesiones de fe corre paralela a las desviaciones doctrinales que se sucedían a lo largo de los siglos. Después de la Reforma también surgieron diversas «confesiones de fe» que resumían la doctrina reformada con más o menos ajuste a la verdad revelada, pues sólo la Palabra de Dios goza de total infalibilidad. No se puede dudar del valor de los «credos» y confesiones de fe, en cuanto que resumen de una manera explícita y sistematizada las enseñanzas más importantes de la Escritura.

No hay que olvidar que la Biblia no es un acta de fe ni un texto de Teología, sino una historia de la salvación, en que las enseñanzas doctrinales quedan entramadas dentro de una problemática de actualidad, según la capacidad y las necesidades espirituales de los destinatarios. Por tanto, para hacer un texto de Teología, así como para redactar una confesión de fe, es preciso sistematizar en una serie de puntos las verdades que se hallan desparramadas o implícitas en la Palabra de Dios. Tal es la utilidad de las «confesiones de fe».

Un hecho que ha obligado recientemente a tornar más y más necesarias las «confesiones de fe» o «profesiones de fe» es la progresiva ignorancia de los mismos miembros de iglesia con respecto a su Biblia, con el peligro consiguiente de que una congregación «indocta e inconstante» (cf. 2.a Ped. 3:16) pervierta la Palabra de Dios y desvíe, por el voto de una mayoría (en la que el Espíritu no puede soplar aparte de la Palabra), la marcha misma de la iglesia.

Dicho esto, añadamos que los «credos» y «confesiones de fe» siempre albergan dos peligros:

2.1. Que, habiendo sido redactados en circunstancias peculiares y en un lenguaje que responde al tono cultural de una época, queden desfasados en su formulación; tanto más si ésta no corresponde al genuino sentido de la letra y del espíritu de la Biblia. Por otra parte, los que redactan los «credos», aun reunidos en gran asamblea, sólo pueden ser infalibles en la medida en que sus formulaciones se ajusten por completo a la Palabra de Dios.

2.2. Que los miembros de las iglesias que profesan tales «credos» pueden llegar a sentirse satisfechos con unas ortodoxas formulaciones escritas, sin vivir su contenido (cf. Apoc. 3:1), transformando así en ortodoxia muerta la más pura declaración de principios, y en hipocresía manifiesta la profesión de un «credo» religioso. El sistema teológico de los primeros cristianos era, sin duda, muy somero y embrionario; quizá poco definido en algunos perfiles accesorios; pero les bastaba con vivir intensamente el misterio de su comunión (e intercomunión) con el Cristo muerto por sus pecados y resucitado para su justificación (cf. Rom. 4:25), guardando la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (Ef. 4:3). Seguramente desconocían muchas de las lucubraciones teológicas posteriores, pero poseían una característica de suprema importancia: ¡estaban espiritualmente vivos!

3. La Iglesia no es una "denominación".

La división de los cristianos en «confesiones» o «denominaciones» es uno de los mayores obstáculos para nuestro testimonio y para la difusión del Evangelio. El mundo no ve la unidad del Espíritu existente en miembros de diversas confesiones (especialmente cuando el espíritu de «capillita prevalece sobre la comunión de todos los verdaderos creyentes) y sólo se fija en las distintas «etiquetas». El argumento principal que suele esgrimirse contra los evangélicos es qué estamos divididos, mientras que los católicos son todos, una misma cosa». Este argumento esconde una falacia de la que, por falta de formación biblica, son casi siempre inconscientes quienes lo esgrimen. Nuestra unidad es en Cristo, y la comunión eclesial que esto comporta no queda agrietada con los distintos puntos de vista sobre detalles más o menos accesorios. Naturalmente, cuando todo el énfasis se carga sobre la exterior unidad de unas instituciones jerárquicamente estructuradas, la diversidad denominacional y la independencia administrativa de las iglesias locales suena a cisma o herejía.

Pero lo conclusivo es investigar, no el tipo de institución que vemos, sino si se ajusta al concepto bíblico de iglesia. Por otra parte, ¿no admite la Iglesia de Roma en su seno, conjuntamente, diversidad de opiniones en puntos tan importantes como la predestinación, la eficacia de la gracia, etc.? ¿Qué más da que se las llame «escuelas» (escuela tomista, molinista, escotista, agustiniana, etc.) que «denominaciones»? ¿Puede ser un monolito material la expresión de una unidad espiritual?

El nombre dado primitivamente a los cristianos fue el de «discípulos», o sea, seguidores del Maestro, y todos cuantos nos preciamos de tener a Cristo por nuestro único Señor y Salvador deberíamos contentarnos con el epíteto simple y llano de «cristianos». Fue precisamente en Antioquía (Hech. 11:26) donde por vez primera se llamó así a los discípulos de Cristo. En Palestina no hubiera sido posible que se les hubiese Ilamado así, puesto que los judíos se oponían tenazmente a la idea de que Jesús fuese el «Cristo», o sea, el verdadero Mesías.

Es de notar que la palabra «católico» significa «universal», y en este sentido, aunque no sea un epíteto bíblico, lo adoptaron para sí las iglesias nacidas de la Reforma, como puede verse en la Confesión de Fe de Westminster y en el famoso Catecismo de Heidelberg, pero no estamos de acuerdo en que la Iglesia que se llama a sí misma «católica» (a H. Küng le desagrada el apellido «Romana» conserve las características que corresponden al genuino, o sea, bíblico, concepto de iglesia de Cristo; por eso evitamos usar para nosotros el epiteto «católico», ya que podría engendrar confusión.

En realidad, las denominaciones son el resultado de uno de estos tres factores:

1) la tradición de siglos (en cuanto a doctrinas, estructuras, apelativos), acumulada en las enseñanzas e instituciones de la Iglesia oficial, y de la que muchos de los grandes Reformadores no acertaron a desprenderse del todo. A causa de esta remanente escoria de tradición, las iglesias específicamente llamadas «reformadas» retuvieron el bautismo de infantes y un concepto de iglesia como organización institucional reformada (mezcla de Civitas del agustiniana y del qahal judío), frente a la oficial institución romana. Los anglicanos retuvieron incluso gran parte de las estructuras romanas, aunque la doctrina quedó radicalmente reformada. Únicamente algunas denominaciones más recientes, como los «Hermanos», etc., y los Bautistas (que ya preexistían a la Reforma, empalmando, a través de muchas vicisitudes, con el Nuevo Testamento), se ven libres de esa espuria cascarilla de tradición y están en las mejores condiciones para mantenerse en una actitud de continua y profunda Reforma.

2) El énfasis peculiar que cada grupo confesional pone en una parte del mensaje, que les parece que ha sido preterida o mal entendida por las demás denominaciones. Por ejemplo, los Bautistas recalcan la necesidad del bautismo de adultos por inmersión; los Pentecostales enfatizan el bautismo del Espíritu y la necesidad del uso constante de los carismas, en especial del don de lenguas desconocidas; los calvinistas se atienen con fuerza a las consecuencias doctrinales que la soberanía de Dios y de Su gracia comportan; los Arminianos intentan salvar la posibilidad universal de salvación y la responsabilidad del libre albedrío en aceptar o rechazar el mensaje de salvación, etc.

3) La traición (es curioso que las palabras «tradición» y «traición» procedan del mismo término latino «tradere» = entregar) que algunas denominaciones o iglesias locales hacen a la Palabra de Dios, lo que obliga a los creyentes verdaderos a una dolorosa, pero necesaria, separación y a tomar un apelativo que los distinga del grupo o iglesia de donde hubieron de salir.

Sin embargo, la causa fundamental del denominacionalismo está en la peculiar condición de la Iglesia peregrinante: santa y pecadora a la vez; baluarte de la verdad, pero expuesta a equivocaciones. Equivocaciones que se deben, a su vez, a dos motivos: a) la imperfección mental y espiritual de los creyentes, quienes, aun después de estudiar y meditar mucho la Palabra de Dios, no aciertan a penetrar en el verdadero sentido que el Espíritu de Dios ha querido dar a ciertos pasajes; b) aunque cualquier creyente, por poco instruido que sea, puede captar claramente los puntos vitales del mensaje bíblico de salvación, hay, sin embargo, muchos detalles accesorios que están implícitos y aun velados, de tal manera que, aun después de mucho estudio y oración, los más competentes exegetas no se ponen de acuerdo sobre su interpretación. Sólo en la Escatología se cumplirá la perfección de la unidad de que se nos habla en Ef. 4:13.

Para concluir, digamos que la división denominacional, aunque obstaculiza la unidad visible de los cristianos y entorpece el poder de nuestro testimonio (cf. Jn. 17:21), es un defecto ineludible que, a la vez que muestra nuestras actuales limitaciones humanas, origina un sano pluralismo, propio de personas humanas que no se sienten coaccionadas por una minuciosa Dogmática o Casuística en el uso de sus facultades específicas; lo cual contrasta con la encorsetada uniformidad que las dictaduras religiosas imponen. Lo que hay que rehuir a toda costa es el fanatismo de «secta», lo cual sólo se consigue, como dice F. Schaeffer, esforzándose en mantener con la misma firmeza, sin echarlos jamás en el olvido, todos y cada uno de los aspectos o facetas que componen la verdad total del Evangelio.

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